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Revolución de los barbudos

Reinaldo Spitaletta
29 de diciembre de 2008 - 10:45 p. m.

LA CINCUENTENARIA REVOLUCIÓN cubana sigue siendo un símbolo en diversos aspectos: el principal, su postura antiimperialista, cuando, después de tanto tiempo, el pueblo de Martí mantiene su dignidad y coraje para enfrentar a la superpotencia gringa y no caer bajo su influjo y sus intentonas neocolonizadoras. El triunfo popular del primero de enero de 1959 frente a la dictadura de Batista, provocó esperanzas y frustraciones no sólo en la isla, sino en el mundo.

Tras la victoria del ejército rebelde de los “barbudos”, después de la epopeya del Granma y de la Sierra Maestra, luego de la entrada victoriosa del Che Guevara en Santa Clara, en fin, la revolución, que en un principio tuvo las simpatías estadounidenses y de parte de la burguesía cubana, influyó sobre distintos movimientos de liberación nacional en América Latina y otras latitudes. Era la demostración de que sí es posible derrotar una dictadura y de la búsqueda de una nueva vida para los trabajadores y el pueblo en general.

Una revolución social —como la cubana— se supone es para transformarlo todo: desde la cultura hasta la economía. Tanto detractores como seguidores están de acuerdo en que durante la dictadura de Fulgencio Batista estaban dadas las condiciones para una revolución, por la represión a la gente, porque era una isla prostituida por los norteamericanos, porque las desigualdades sociales eran abismales. Y por mil razones más.

Antes de la revolución, por ejemplo la mortalidad infantil era de 60 por cada mil nacidos vivos; ahora es de 5,3. La esperanza de vida al nacer no alcanzaba los 58 años, hoy es de 77 en hombres y 78 en las mujeres. Para entonces, el analfabetismo era del 23, 6 por ciento y el desempleo estaba en más del 40 por ciento. El ocho por ciento de los propietarios poseía más del 70 por ciento de las tierras.

Hoy, hay un millón de universitarios en una población de once millones, y el asunto de la educación y la salud son los máximos logros de una revolución que se quedó —o está— inconclusa. Al principio, sus grandes hitos pasaron por la reforma agraria (tan bellamente cantada por Carlos Puebla) y las nacionalizaciones de grandes empresas estadounidenses. Después, una serie de factores dio al traste con lo que, se pensaba, era la instauración del socialismo.

Los Estados Unidos —no sólo con su embargo— arreciaron su intervencionismo para derrocar la revolución. Fracasaron en su invasión a Bahía Cochinos y en varias conspiraciones para asesinar a Fidel Castro, un líder que en su formación ideológica pasó de simpatizar con Primo de Rivera y la Falange española para luego declararse comunista. La dirigencia cubana, o, mejor dicho, Fidel, sovietizó la isla, que se transmutó en otro satélite ruso. Y tal vez ahí, en ese hecho, la revolución quedó empeñada.

La revolución cubana fue un paradigma para numerosos pueblos y dio nuevos elementos a las luchas ideológicas y políticas. Abrió caminos a otros pensamientos. Creó zozobra al imperialismo y enriqueció el debate, tanto de las derechas como de las izquierdas. En algunos, creó un dogma; en otros, crítica y reflexión. Para unos fue un salto histórico; para otros, un desastre.

Cuba, la bella Cuba, la tan cantada y vapuleada y sometida y libre, la de la crisis de los misiles y la de la vieja bancarrota de la zafra, la de la crisis de los balseros y el éxodo del Mariel, la de los gusanos de Miami y la que siempre está en la mira de Washington; la Cuba de Cienfuegos y el Che y Guillén y el son; la Cuba que grita y la que calla, llega a los 50 años de un suceso histórico universal.

Tal vez esa revolución esté todavía en pañales. Pero lo dicho: sigue siendo un símbolo. Y tal condición ya es bastante para pasar a la historia.

 

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