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Riesgo y aprendizaje

Francisco Gutiérrez Sanín
04 de septiembre de 2020 - 05:00 a. m.

Nos encontramos en la antesala de las elecciones gringas, que tendrán un gran peso sobre todos los países del mundo. Uno de los más afectados por lo que pase allá será Colombia.

¿Quién ganará? ¿Y quién quedará de presidente? En los Estados Unidos la respuesta a estas dos preguntas nunca ha sido idéntica, porque el ganador lo escoge un colegio electoral. Pero la divergencia entre ambos interrogantes ha ido aumentando de manera inquietante. Los desenlaces ya no parecen estar dependiendo simplemente de diseños institucionales decimonónicos, ni de conteos de votantes, ni siquiera del dinero invertido. La campaña se desarrolla en un ambiente cada vez más turbulento y envenenado. Una reciente encuesta revela que más del 75 % de los votantes demócratas temen que Trump escamotee el resultado. Él ciertamente ya expresó en todos los tonos que no dirá anticipadamente si reconocerá o no el resultado electoral. Y ha creado el escenario propicio para poder argumentar que hubo fraude, por ejemplo denunciando el voto por correo y desfinanciando el servicio postal para ir creando una sensación de caos que le permita pescar en río revuelto. También ha dejado saber sibilinamente que llegará tan lejos como le sea posible.

Muchos comentaristas inteligentes y serios se han manifestado sorprendidos por la solidez de las instituciones estadounidenses ante la arremetida antidemocrática de Trump. A mí me ha sorprendido exactamente lo contrario: la facilidad con la que este charlatán de feria pudo desestabilizar en un sentido muy fundamental tales instituciones, poniendo bajo amenaza lo que muchos consideraban la “democracia madura” por excelencia. Hace un par de años nadie hubiera creído que un candidato de la corriente principal pudiera plantear en serio que no reconocería el resultado de las elecciones. Ahora el tema está en el centro del debate político. Así como la identificación de amplios sectores de la población como enemigo interno, sobre el que se puede o debe disparar. Si eso nos suena más que conocido, no se trata de una casualidad; pero no deja de ser significativo que propuestas de ese tenor se abran paso a niveles de ingreso per cápita ocho o nueve veces mayores que el nuestro y con una estructura social y tradiciones políticas muy diferentes.

Parte del problema consiste en que la política estadounidense se ha ido moviendo muy a la derecha, legitimando gradualmente voces extremas que apostaron sistemáticamente por teorías de la conspiración, la negación de la ciencia y la identificación de actores dentro del sistema como enemigos internos. A menudo, estas apelaciones pías y extremistas se combinaron con buenos negocios (hay muchos ejemplos; mi predilecto es el del extravagante presentador Alex Jones).

Una de las áreas más afectadas por el avance del extremismo fue el debate público y en los medios. Con excesiva lentitud, tanto estos como las empresas gestoras de las redes sociales empezaron —a veces bajo presión— a tratar de manera especial los discursos autoritarios y violentos. De hecho, entiendo que Alex Jones comenzó a ser restringido en diversas redes.

Si la democracia gringa sobrevive a este trance sin deterioros fundamentales —algo que no está ni de lejos garantizado—, habrá aprendido una lección básica: las falsas equivalencias son una plataforma ideal para el deterioro democrático. Se necesitan acuerdos básicos para no dejar que formas más o menos obvias de indecencia y brutalidad ganen carta de ciudadanía. Por desgracia, veo que aquí vamos cabalgando en la dirección contraria. Primero, la extrema derecha ha desarrollado una operación de colonización de medios (parafraseando al Che Guevara: “necesitamos dos, tres, muchos canales Fox”) y de hostigamiento a quienes no considera favorables. Segundo, siguen haciendo carrera discursos construidos sobre las falsas equivalencias. Tercero, declaraciones con implicaciones más o menos abiertamente homicidas se siguen cubriendo con un manto de silencio. Por ejemplo, un dirigente gremial pudo estigmatizar a las víctimas de una masacre sin que este acto miserable causara un escándalo nacional.

 

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