Sombrero de mago

Risa, religión y ateísmo

Reinaldo Spitaletta
16 de abril de 2019 - 07:00 a. m.

Una imagen de Semana Santa de hace tiempos me muestra a un chico que, con una especie de arepa gigante, o algo así como un pan árabe de buen diámetro, imitaba a un cura elevando la hostia. Es un recuerdo adolescente de casi la medianoche de un jueves santo, después de ir a “visitar monumentos”, que era, más bien, una profana manera de ir a piropear muchachas. Tiempos de salacidad.

La Semana Santa, que para los ateos (bueno, para los creyentes también) es una ocasión propicia para reencontrarse con libros como El evangelio según Jesucristo, de Saramago, o con Rey Jesús, de Robert Graves, en fin, que son muchos las lecturas que sobre el tema se pueden hacer en estos días, tiene hoy sus vínculos con la sociedad de consumo, las mercancías y con la “chancleteadera” en playas y riachuelos.

La Semana Mayor, como decía no sé quién, puede ser una ocasión benéfica para diversas reflexiones sobre la religión, que no es solo “el opio del pueblo”, sino además la expresión de culturas populares, de simbiosis rituales, de distintas mezclas de ritos y mitologías. Si en muchos casos también es una modalidad del clasismo y la discriminación (algo así puede verse en el cuento Rogelio, de Tomás Carrasquilla), es resultado de encuentros entre civilizaciones y barbaries.

Además de ser, en el caso de procesiones y otras ceremonias, posibilidad de exhibicionismo de potentados y gamonales, representa a su vez una coyuntura para introducirse en las bellezas del arte religioso, en las músicas sublimes de Bach y tantos otros maestros, y en las recreaciones literarias de la pasión cristiana (tantas bellas novelas como Barrabás, de Lagervist; las de Kazantzakis; las hay que hablan del cristianismo primitivo como Quo Vadis; las de autores como Chesterton, Lewis Wallace y su Ben-Hur, o en el polémico libro Vida de Jesús, de Renan, en fin). Un motivo para reflexionar no solo acerca de un “estado de cosas desalmado”, sino, por ejemplo, del arte quiteño y de las “procesiones que van por dentro”.

Y así como es un momento propicio para volver a ver El evangelio según san Mateo, de Pasolini, es una oportunidad para encontrarse con críticas a la religión, como las que, a modo de alegato bien sustentado, hizo Christopher Hitchens (1949-2011). En su libro Dios no es bueno, argumenta cómo la religión es una manera del irracionalismo y la intolerancia, “investida de ignorancia y hostil hacia la libre indagación”. Su análisis muestra cómo es coactiva con los niños y despreciadora de las mujeres; además, entre tantos asuntos, da cuenta de las relaciones entre religión, racismo y totalitarismo.

Semana Santa puede ser una jornada para cambiar de sabores en la mesa, tener en los platos otras opciones y para volver a la historia. Digamos, para saber cuál es la relación entre la pascua judía y la católica, qué tienen qué ver al respecto las fases lunares y recordar cómo en los siglos XVI y XVII los curas, el día de resurrección, celebraban la Risa Pascual, un ritual en el que se intercambiaban chistes y consejas en la iglesia, y en el que los feligreses reían hasta más no poder con los gestos obscenos de los sacerdotes.

Una vieja investigación al respecto fue la que realizó la antropóloga italiana Maria Caterina Jacobelli para desentrañar el fundamento teológico del placer sexual. En Risus Paschalis, su libro, da cuenta de cómo la misa pascual estaba plena de risotadas producto de las jocosidades y humoradas de los ministros religiosos. Era un modo de conjurar las tristezas de la larga cuaresma. Era como una conciencia del cuerpo y de los placeres eróticos. Y todo conectado con la resurrección.

“La liturgia judía y la cristiana emplean ambas el placer sexual como lenguaje para cantar la alegría de Pascua”, dice. Solo el hombre hace el amor, los animales se acoplan. “En el goce sexual, el hombre experimenta su propia trascendencia entregándose al otro”. Y así podría leerse el voluptuoso poema del Cantar de los cantares, un jardín de belleza y alta sensibilidad más allá de la piel. En todo caso, la risa de Pascua, ya desaparecida y hundida en rituales sin el sentido de la alegría, era una manera de encuentro entre la carne y el espíritu.

De aquellas semanas santas de infancia y adolescencia, de las que aún resuena la música del viacrucis de Gonzalo Vidal, la imagen de un muchacho que haciendo el papel de cura levantaba una arepa gigante ante sus “feligreses” risueños en la larga noche de los monumentos, se quedó como una estampa profana. Años después, me pareció que aquel mamagallista era como la reencarnación de los curas estelares de la risa pascual. La diferencia radicó en que el muchacho aquel no se cogía las pelotas para el efecto.

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