“Roma”: elegía y soledad

Juan David Ochoa
22 de diciembre de 2018 - 07:30 a. m.

Un homenaje con todos los riesgos del patetismo; una elegía a sus grandes influencias sin el orgullo del disimulo; el atrevimiento técnico de las cámaras; un blanco y negro en 135 minutos; el drama lento y progresivo lanzado en una plataforma streaming sin una tradición de productos alternativos. Roma se lanzó el pasado 14 de diciembre con las altas expectativas causadas por sus premios y las críticas atronadoras del festival de cine de los Ángeles y Venecia, y por los viejos hitos y antecedentes de Alfonso Cuarón: el mexicano que ha hecho de su sello un nuevo paradigma en una industria de cánones sagrados.

Los minutos iniciales, pausados por antesalas y preámbulos a veces excesivos, son matizados por los sonidos lejanos de los aviones que atraviesan el cielo de principio a fin como mensajes encriptados; apariciones que parecen venir de los pasados atávicos de la memoria sobre la tierra donde todo persiste en su gravidez, con las compañías justas o injustas que impone el azar o el destino a las soledades de la infancia. Los elementos de la nostalgia son permanentes y delicados en las secuencias que se multiplican con la intensidad de un ritmo que avanza progresivamente hasta ese cuadro de los abandonados en el mar; el abrazo de la orfandad entre el destello de una luz que atraviesa los colores grises del homenaje a Cleo, la niñera de esos primeros años de Cuarón que se agiganta en una fuerza protagónica con el silencio elocuente de su marginalidad, con el drama violento de una traición y un luto aquí invertida en una presencia imprescindible  y reconocida por un círculo familiar de clase media alta también destruido por su idealismos, por el desprecio de un padre que se pierde para siempre y el abismo de un tiempo destrozado: la soledad que une a las mujeres en la obligatoriedad de la reconstrucción del mundo para vivir de nuevo contra el desarraigo y el desamor. El homenaje trasciende, sobre todos los riesgos del sentimentalismo, a otras escalas de la memoria que evocan los pasajes sutiles de la fragilidad: un temblor, un incendio, un parto, una masacre, la presencia trascendental de los animales siempre constante también desde la soledad, resistiendo en silencio el aturdimiento de una tormenta, recibiendo los carros con la expectativa desesperada de un retorno, acompañando un ritual o intentando jugar en un patio, su único mundo, sus únicas márgenes de realidad. Tienen la misma fuerza protagónica de los cuerpos que pueden hablar para salvarse. La destrucción colectiva de las relaciones lo abarca todo en una sola atmosfera de reinvención.

Cuarón no disimula sus influencias y las revive en escenas icónicas que reconstruye sin perder la verosimilitud de su propio homenaje: el célebre trancón en el sueño de 8/2 de Fellini; los caminatas campestres y los charcos de agua de Tarkovski; los diálogos oníricos de Bergman. Es la memoria íntima y trascendental que sintetiza esa pequeña república de la infancia con sus leyes y su inocencia abstraída de ese ruido normalizado de la lógica y sus dogmas. Cleo es la inmensa figura del amparo, y su silencio tiene el peso de esa otra inocencia que poco puede hablar desde el desconcierto de una madurez también desamparada. Roma es el barrio de la memoria; y ese barrio también tiene la gracia real de llamarse como el imperio que fundó todos los tumultos, todas las leyes, todos los marcos del poder y de la soledad.

 

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