Saldar una deuda, por el planeta

Isabel Segovia
03 de octubre de 2018 - 05:00 a. m.

Desde hace meses, mi hija de ocho años me pide que escriba sobre la preservación del medio ambiente. La evasiva a desarrollar el tema no era por no cumplirle, sino por la complejidad del mismo. Opinar sobre el medio ambiente es apasionante, pero escribir sobre el tema asusta, no solo por no conocerlo bien, sino porque las consecuencias de su desatención a largo plazo se pronostican catastróficas.

Llegó la hora de saldar la deuda y de transmitirles las preocupaciones de Eloísa, quien por su edad (está en proceso de entender que su existencia tiene final) y por la información que recoge del entorno evidentemente está alarmada. Al menos una vez a la semana me transmite una nueva inquietud: en el 2050, si las cosas siguen como van, el 50 % de los animales que conocemos ya no existirán; ya no quedan casi árboles en el mundo; los osos polares están a punto de extinguirse por el calentamiento global, y así.

Infortunadamente no puedo tranquilizarla; las políticas medioambientales no son populares y más que en cualquier otra área sus resultados se ven muy a largo plazo. Adicionalmente, los intereses económicos y políticos inmediatos son usualmente contrarios a lo que se debe hacer en términos ambientales. Por esto, no sorprende que el sector ambiental en Colombia haya sufrido uno de los mayores recortes presupuestales, que el país no esté firmando tratados internacionales ambientales como el Acuerdo de Escazú y que los muchos que se han firmado igual no se cumplan. Tampoco asombra que se esté considerando utilizar el fracking para la exploración petrolera o el glifosato para combatir los cultivos ilícitos, que no se eviten los procesos de deforestación a gran escala, que se base la economía en actividades extractivas sin alternativas productivas y que no se controle la minería ilegal.

Aunque es angustiante sentirla preocupada, es esperanzador que esa generación tenga una clara conciencia del problema. Las generaciones anteriores hemos sido indolentes frente al tema. Tal vez fruto de la Revolución industrial, heredamos la creencia de que la tecnología siempre va a estar en capacidad de solventar nuestras necesidades y minimizamos los riesgos o la importancia de nuestros ecosistemas. Entre tanto, los cucarrones de Bogotá no volvieron, los mayos (escarabajos color esmeralda que aparecían en ese mes) ya no están, nevados como El Cisne han dejado de existir y, según estimaciones del Ideam, al resto les quedan menos de 30 años. Para nosotros no fue importante su desaparición, pero para las nuevas generaciones sí lo será.

A ellos no les bastará que declaren un millón de hectáreas de parques si sólo hay presupuesto para cuatro funcionarios encargados de su cuidado. No creerán que el problema de nuestra infraestructura son las demoras de las licencias ambientales, mientras vivamos fracasos como el de Hidroituango o el del puente Chirajara. No les será suficiente declarar áreas protegidas si nuestras prácticas de consumo no adoptan un enfoque de responsabilidad ética medioambiental. No aceptarán que el balance entre el costo-beneficio de la toma de decisiones no considere también el costo a largo plazo. Gracias a la educación y a la conciencia ambiental a ellos no les bastará. Sin embargo, si esperamos a que sean ellos quienes den esas luchas, podría ser demasiado tarde para todos.

 

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