Algo va de la protesta al golpe de Estado. De la violencia al fascismo. De la acción ideológicamente coordinada al despelote sin otro rumbo que el performance del momento para las cámaras, las selfies y las redes. Lo ocurrido en Estados Unidos con la toma del Capitolio tiene más de lo último.
Prácticamente liderados por una suerte de mapache que se cree vikingo, los protagonistas de la zarzuela portaban disfraces más o menos indescifrables. Hubo símbolos nazis y águilas, muchas águilas, pero también pancartas con mensajes alusivos al supuesto fraude electoral. Y por sobre todo, banderas resignificadas desde que Trump le dio rienda suelta al populismo de la extrema derecha.
Por ahí andaban las banderas confederadas, las de la nostalgia por la época de la esclavitud, que nunca faltan. Las banderas de Texas con los esténciles de las AK-47. Las banderas de Gadsden, las favoritas del Tea Party, con su serpiente de cascabel y la frase “Don’t tread on me” (“No me pises”).
¿Quiénes izaban las banderas?
Están los seguidores de QAnon (el mapache con cachos es uno) que creen que unas élites pedófilas mancomunadas con los medios de comunicación y la izquierda (sic) trabajan para Satán. Están los Proud Boys (vaya nombre para un grupo de envalentonados machos), militantes de la misoginia y el nacionalismo blanco. Están los trumpistas de corazón, perdidos en las teorías conspiratorias de unos y otros.
El mensaje de fondo de estos patriotas, como les dice Ivanka, solo cobra sentido ante la presencia del futuro expresidente. El mismo líder que posó ante una Biblia que nunca ha leído, pero que supo disparar los resortes morales de antisemitas, libertarios, supremacistas blancos, religiosos y en general racistas de todas las variantes.
Sin Trump no es claro qué será de este salpicón ideológico.
Como escribió un profesor de historia, el fascismo en Trump es aspiracional, pero sus aspiraciones son reales.