Salvando vidas

Valentina Coccia
21 de febrero de 2020 - 05:00 a. m.

¿Qué significa salvar una vida? Pareciera que toda la polémica sobre el aborto se vuelca sobre esa discusión. ¿Es un amasijo de células una vida humana? ¿El feto siente, piensa, elucubra sobre su vida en peligro? ¿Se puede salvar una vida incrustada en otra, una vida que aún subsiste gracias al cuerpo que la alberga? En estos casos, el significado de salvar una vida se torna muy complicado. El embrión, sin ser aún sintiente y pensante, depende completamente de la salud, estabilidad y tranquilidad de su madre: es como una rama que se desprende poco a poco del tronco original hasta que alcanza su libertad cuando florecen y caen sus frutos. De la misma forma el bebé se emancipa del cuerpo de su madre cuando sale entusiasta por el canal de parto. Hasta ese feliz momento madre e hijo son un solo cuerpo: la madre presente en nuestro mundo y el embrión quieto y silencioso en un caldo de fluidos en el que eventualmente se gestará la vida.

Es por esta razón que creo que el tema de salvar vidas se vuelve polémico a la hora de discutir sobre el aborto: mientras el niño no sea un ser sintiente y pensante y además dependa absolutamente del cuerpo de su madre, no puede considerarse una vida por salvar. La madre que siente, que piensa y que padece las consecuencias de un embarazo no deseado o de un embarazo que pone en riesgo su vida (de la manera que sea), sí puede considerarse parte de las vidas por salvar. De la misma manera lo será el niño cuando salga a la luz: sus necesidades, sentimientos y pensamientos formarán parte de los intereses de aquellos que quieren salvar vidas, que en lugar de protestar por vidas que aún no se terminan de gestar, deberían preocuparse cuando las madres los entregan, por desesperación, en orfanatos, casas curales o en los peores casos, en las canecas de basura.

En Colombia hay más de 12.000 niños que aún esperan por ser adoptados. Madres que no los desean o para las cuales un niño representa una gran carga por cualquier razón, a diario los entregan a la merced del viento esperando que sus hijos puedan encontrar la vida que ellas no pueden ofrecerles. Pasados los cinco años de edad la gran mayoría de estos niños ya no tienen posibilidad de ser adoptados, transcurriendo su infancia en hogares de paso, fundaciones o estrictas instituciones donde si bien tienen techo y alimentación, nunca conocerán el amor de una madre, el apoyo de una familia o el simple gusto de la amistad. Al salir, cuando cumplen la edad adulta, sus vidas quedan como barcos a la deriva. Aunque algunos optan por quedarse en el abrigo que el Estado les ofrece, otros prefieren conquistar su libertad. Muchos de ellos, por falta de apoyo, entran a delinquir y si en cambio quieren optar por una vida diferente, deben trabajar sin descanso para completar estudios técnicos o universitarios teniendo varios conflictos a la hora de relacionarse y buscar apoyo.

El abandono es uno de los peores lastres con los que una persona puede llegar a vivir. La vida no es solo el amasijo de células que nos compone: es la dignidad, el amor al que tenemos derecho, la estabilidad, el apoyo y la alegría. Forzar a una madre a dar a luz a un hijo condenado a formar parte de ese gran cúmulo de niños en espera de un mejor destino, es también atentar contra la vida y someter a un niño a una vida cruel y solitaria, cargada de dificultades y emociones que nosotros, que tuvimos la fortuna de crecer en un buen ambiente, no nos alcanzamos a imaginar. A mi modo de ver, en estos casos específicos, el aborto es una forma de prevenir que un niño se someta a una existencia miserable e inmerecida. Si queremos salvar una vida, preocupémonos de aquellos que crecen en los orfanatos, no de los embriones que rescatan de una vida mísera a través de un aborto.

@valentinacocci4valentinacoccia.elespectador@gmail.com

 

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