Los argentinos, tan dados a la mitificación de figuras que han alcanzado rango de paradigma, han montado al indeciso pedestal de la deificación, a cuatro personalidades (pudieran ser más): Gardel, Eva Duarte, Ernesto Guevara y, el más reciente, aquel que alcanzó en vida la estatura de coloso-dios-héroe, y también de patán, aliado de la Camorra, drogadicto impenitente, gamín con un talento desbordante para el fútbol, el hiperbólico, despreciado y ultra admirado Maradona. Santa Maradona, como lo llamaron en Nápoles, el hijo de la gran puta de todos los santos y todos los demonios, como también se le ha vituperado o alabado, según se mire.
Al proceso de demonizar o divinizar a un humano, muy complejo y conectado con la cultura, le caben todos los ojos, como los de Argos. El mito, que en su génesis designó figuras de religiones antiguas, en especial politeístas, se transfirió a personas, sobre todo en momentos en que, como sucedió en el siglo XX, apareció la cultura de masas, el cine, la radio, los cómics, la fonografía, en fin, una revolución en las comunicaciones, que permitió con mayor velocidad la propagación de las novísimas deidades.
José Gobello, un sabio del tango, del lunfardo y que también tuvo pecados como los de admirar a un criminal como Jorge Rafael Videla, en su texto Tres estudios gardelianos dice que los especialistas juzgarían a Gardel solo como cantor y a Evita, como filántropa. Así podrían —agrega— comparar al Zorzal con Bing Crosby y a la consorte de Perón con Teresa de Calcuta, por ejemplo. “El Gardel físico, la Evita de carne y hueso pueden ser pasibles de estas comparaciones; pero el Gardel divinizado, la Evita divinizada no admiten comparación alguna”.
El mito se enriquece permanentemente y es la cultura popular la que lo alimenta. Lo engorda con atribuciones y nuevas cualidades. Le otorga poderes supra humanos y lo enaltece. Por eso, convengamos, se dice “Gardel cada día canta mejor”. “El mito —afirma Gobello— va asumiendo las perfecciones que supone la evolución de la cultura”. Al mito se le transfiere lo más granado del deseo, de lo que se quisiera ser, la excelsitud, lo máximo. Así, para seguir con el cantor, en la vida real Gardel tenía una pluralidad de atributos. Y ya en su forma de mito acaece una “hiperbolización”. Es el más grande, el más bello, el sinigual, el que se acerca a la deidad o es la deidad misma.
El mito es lo que todos quisieran ser. Y no porque el que se eleva a los cielos de la adoración masiva tenga en la realidad múltiples cualidades, sino porque las mismas se aumentan cuando el consagrado asciende a las esferas mitológicas. Se angeliza. Se idealiza. Se vuelve leyenda y fábula que trascienden la historia. El mito (sobre todo si es fundacional) se torna parámetro de la identidad, del sentido de pertenencia, de la cultura.
“¡Pobres los pueblos que necesitan héroes!”, advertía Bertolt Brecht en Galileo Galilei. Quizá sean incapaces de defenderse a sí mismos de las invasiones, de las agresiones, de los estados de postración. ¿Y para qué sirven los dioses? Quizá para nada. O sí, para que, a partir de ellos, se forjen doctrinas y creencias propicias a la obediencia y el sometimiento.
El sociólogo argentino Juan José Sebreli, en su libro Comediantes y mártires, Ensayo contra los mitos, se extraña de cómo un sujeto como Maradona, que para él era un hombre simple (en todo caso, un futbolista genial sí era), sea comparado con seres tan disímiles como Cristo, Ulises, la virgen María, Napoleón, Mick Jagger y hasta con el Quijote. Qué hizo que a un descomunal portento con la pelota se le endiosara hasta esas dimensiones de fantasía, en la que hasta jaculatorias y canciones y cuentos y poemas y ensayos y pinturas fueran parte de un repertorio de adoraciones e incensarios.
Maradona, el tuguriano, el artista del balón, el que demostró en efecto que el fútbol es, como lo diría Dante Panzeri, la dinámica de lo impensado o, como lo afirmó Maurois, la inteligencia en movimiento, alcanzó cotas más elevadas (digamos ya no en Argentina, sino en todo el mundo) que cualquier astro del rock o de la industria del espectáculo. Qué factores se conjugaron para que un golpeador de mujeres, drogadicto, dios pagano, “travesti sagrado” (por lo de Santa Maradona), de comportamientos lumpescos, se metamorfoseara en una deidad diabólica, un lucifer, un demonio con miles de altares e iconografías, pero también en un sacerdote, un oficiante de rituales sacrosantos, un taumaturgo (esos dos goles a Inglaterra pueden ser parte del milagro y de la unión satanás-dios), un ídolo ¿con pies de barro? Digan a ver.
Si hubiera una canonización (que es, por lo demás, un lucrativo negocio vaticano) por jugar bien al fútbol, el Diego rebasaría a cualquier santo (ah, casi ninguno ha tenido vida ejemplar). Me luce que será rico ir al infierno a ver jugar a un astro como Maradona.