Pide el expresidente Santos que Cuba sea sacada de la lista de patrocinadores del terrorismo. Afirma que su gobierno debería ser elogiado, no castigado, por los buenos oficios prestados al Estado colombiano en su búsqueda de la paz.
Tiene toda la razón. Aunque, o precisamente porque, esa declaración —que corresponde a estándares mínimos de veracidad y de decencia— haya sido de inmediato atacada con los consabidos rayos y centellas desde el campo uribista. Por ejemplo, se pregunta retóricamente en un trino el representante del Centro Democrático Gabriel Vallejo: “Si para Santos el gobierno cubano no es un patrocinador de terroristas, que viene siendo el Eln? Una comunidad de hermanitas de la caridad? (sic)”. Esta clase de reacciones —no hablemos ya de la de Lafaurie, que lo único que tiene para ofrecer al país es su histeria permanente— revela la incapacidad de la dirigencia uribista de razonar sobre problemas importantes con un mínimo de seriedad y ateniéndose a las evidencias. Pienso también en los globos de prueba lanzados para tratar de involucrar a Cuba en espionaje contra Colombia. Definitivamente, tener a estas gentes en la dirección del Estado es un peligro.
La trayectoria del gobierno de Cuba con respecto de los conflictos armados en América Latina, y en Colombia en particular, es fácil de resumir. En la década de 1960 apoyó a muchas guerrillas; de hecho, participó en la creación de varias de ellas (incluido nuestro Eln). Esa orientación fue cambiando, bajo el peso de muchos factores. Uno de ellos fue simplemente preservar su propia existencia. La visión de la dirigencia de ese país sobre los grupos irregulares también cambió; son públicas las críticas de Fidel Castro a la práctica del secuestro (que en buena hora ha puesto la JEP en la picota, de paso callándoles la boca a los enemigos de la paz). En las últimas décadas, Cuba ha desplegado una diplomacia prudente y constructiva, ofreciendo a Colombia sus buenos oficios para alcanzar esa paz que parece escapársenos de las manos (una vez más). El gobierno cubano ha estado en una posición única para hacerlo, precisamente por haber sido un referente moral e intelectual para las guerrillas, pero a la vez por poder ofrecerles a los gobiernos garantías sólidas de que no se va a meter. A esos servicios acudió todo el mundo por estos lares, incluyendo por supuesto a Uribe.
Esto constituye un capital político único para un país que, como Colombia, necesita desesperadamente de ayuda para poner en conversación a las distintas partes que forman nuestro mosaico de violencias políticas, que sigue amenazando con eternizarse. Es vital para los intereses a largo plazo de los colombianos mantener esta clase de puertas abiertas. Está bien que haya políticos como Santos que lo comprendan. Pero está mal que quienes nos gobiernan quieran cerrarlas a patadas.
Pues, en efecto, lo que parece haber en curso es una campaña para hacerlo. El atentado contra la Escuela de Cadetes por parte del Eln fue absolutamente atroz, pero la exigencia de que Cuba violara su papel de garante no era razonable. Después, el gobierno colombiano se alineó con la ofensiva de Trump contra las autoridades de la isla. Pero esto, como el resto de lo que nuestro gobierno llama política internacional, terminó siendo un aparatoso fracaso.
En el futuro próximo necesitaremos mucha ayuda si queremos tener algo parecido a la paz. El Centro Democrático ha hostilizado de manera brutal a los actores internacionales que han querido contribuir a su construcción. Comenzando con los noruegos, que le dieron un Nobel al demoníaco Santos a cambio de contratos. Ahora necesitan de una Cuba terrorista. Ingrato, pero también pésimo para nosotros, los colombianos. Al subir prohibitivamente los costos para quienes quieran meter los dedos en este horno y ayudarnos a construir acuerdos, la dirigencia del Centro Democrático está cultivando morosa y entusiastamente las condiciones para la continuidad de nuestros conflictos.