La relación del uribismo con la democracia siempre fue rara. En su momento cumbre, por allá en el 2006, el movimiento enfrentaba la siguiente dualidad. Le encantaban las elecciones, pues el caudillo las ganaba sin excepción (las ganaba para él, y también para otros). Pero aceptaba a regañadientes o rechazaba la separación de poderes, la alternación en el poder y la prensa libre. Además, se reservaba el derecho de legitimar al menos algunos homicidios, una de sus constantes programáticas. Frente a cada cadáver había que preguntarse: ¿quién sabe qué debería? ¿Y no será el victimario alguna persona de bien, a quien toca cubrir? He descubierto en el último año –tengo que reconocer que con asco—que esta regla también se aplica al abuso de menores de edad. Como fuere, el uribismo también operaba dentro de reglas de juego globales más o menos claras. La “comunidad internacional” no aceptaría una deriva antidemocrática abierta. Los Estados Unidos tampoco.
Así, debido tanto a sus éxitos como a sus restricciones, el uribismo tenía un pie dentro de las reglas de juego democráticas. El ejemplo más notable de esto fue que Uribe aceptara la decisión de la Corte Constitucional de no permitir que se presentara a una segunda reelección.
Ese era el mundo de 2006 y de 2010. Pero ahora las dos variables cruciales —los éxitos y las restricciones— se evaporaron. El uribismo ya no es un movimiento de mayorías. Mantiene apoyos masivos, cierto, pero también sufre de un gran desprestigio. Millones de personas detestan al caudillo y se rehúsan a sumarse al gran hato nacional. Las grandes ciudades no aceptan ni sus exigencias, ni sus amenazas, ni sus brutalidades. El cambio tecnológico —la cámara portable más las redes sociales— ha puesto al descubierto prácticas de vieja data del Estado colombiano, que el uribismo reforzó de manera brutal con políticas que causaron grandes distorsiones en diversas agencias estatales. Y la comunidad internacional ya no está ahí. Se fracturó. En Estados Unidos —como lo saben todos, su peso aquí es enorme— gobierna un extremista de derecha desequilibrado, con una agenda claramente antiliberal, que ha declarado varias veces que no aceptará una transición institucional en caso de que pierda las elecciones. Ese extremista es el “aliado estratégico” del Centro Democrático, según lo dictaminó hace algún tiempo el presidente eterno.
Y por eso vamos en una dirección clara: hacia una ruptura institucional. Que el más claro paso hacia ella lo haya dado un politicastro en trance de campaña presidencial es un poderoso símbolo del país que resultaría de este revolcón. Que consiste básicamente en decirle —escopeta calibre 12 en mano— a un país más moderno y que quiere pasar la página de la guerra y la violencia: “O se callan, o los callamos”.
Se podrían hacer muchas reflexiones a partir de esto, pero dados los límites de espacio me limito a dos. Primero, es hora de preocuparse: incluso para los más estrechos y miopes defensores del statu quo. ¿El país atado a una alianza internacional totalmente irresponsable, bajo el autoritarismo de los privilegiados sin apenas afeites, y con las agencias de seguridad del Estado perdiendo legitimidad, sobre todo en ciertos sectores claves de la población (mientras los tomadores de decisiones civiles bloquean cualquier esfuerzo por enderezar el rumbo)? Es la fórmula para un desastre seguro.
Segundo, las ideas cuentan. En muchos ámbitos se generalizó la percepción de que hablar de democracia en Colombia era un chiste. Las razones aducidas no eran desdeñables, pero sí unilaterales. Por mi parte, llegué a la conclusión de que, mientras que el país tenía profundas tendencias violentas y homicidas, contaba a la vez con instituciones y tradiciones democráticas y competitivas, algunas muy arraigadas. Según la primera interpretación, no había en realidad nada que perder con respecto del país político. Según la segunda, había mucho que cambiar, pero también mucho que perder.
Y lo estamos perdiendo.