Se la montaron, no, se la desmontaron al pobre Sebastián de Belalcázar, quien 500 años después pasó de héroe a villano, es decir, de fundador de ciudades como Popayán y Cali a un criminal espantoso cuyo recuerdo se quiere borrar.
Por ello, en Popayán hace ya varios meses, no años, un grupo de indígenas echaron al suelo su emblemática estatua —ubicada en el cerro El Morro, desde donde se divisa la Ciudad Blanca— y la volvieron trizas, para utilizar un término que acuñó Fernando Londoño Hoyos.
Según me dicen, la estatua está siendo restaurada en algún lugar del Valle de Pubenza y, ¡oh, paradoja!, para reconstruir su rostro tomaron como muestra el de la estatua de Santiago de Cali, que antier también trataron de echar al piso.
Luego de intentar hacer lo mismo meses atrás —que no se logró gracias a la intervención ciudadana, que protestó ante ese hecho vandálico—, todo parecía indicar que iban a dejar en paz este monumento icónico de la Capital de la Salsa. Se habló incluso de erigir en otros lugares de esta ciudad, de 2,5 millones de habitantes, monumentos a personas de las razas indígenas y afros para “compensar” así el exabrupto de seguir perpetuando la memoria de tan nefasto personaje, pero todo quedó en habladurías.
Sin embargo, con ocasión del paro, que de ordenado, cívico y pacífico no tuvo más que el nombre, de nuevo se revivió la “defenestración” de Belalcázar, a quien no alcanzaron a echar al suelo, quedando sí gravemente herido en el pedestal de su propia gloria.
La llegada oportuna de la Fuerza Pública impidió que se cristalizara el estropicio, a pesar de que horas después del primer intento llegara un contingente mayor de indígenas con las mismas intenciones, que también fue repelido y debieron tomar las de Villadiego.
Empero allí no terminan las cosas. La estatua estará vigilada y ojalá monitoreada 24/7, como dicen ahora, pero la espinita quedó allí. ¿Cuántas otras estatuas habrá que colocar y con qué personajes para que dejen a Belalcázar en su eterna morada y pueda descansar cinco siglos después?