Sombrero de mago

¿Se salvará la segunda trinidad bendita?

Reinaldo Spitaletta
03 de abril de 2018 - 04:55 a. m.

El aguacate, en boga por estos días, ha vuelto a provocar una mirada de interés al destruido campo colombiano, arrasado en los últimos decenios por terratenientes improductivos y paramilitares desplazadores. Y en ese “tirar gafa” al fruto nativo, el mismo que un pasillo ecuatoriano (género no apto para suicidas) tiene como título, el aguacate o “persea americana” puso en la palestra a otros productos de la tierra.

Y tornó a convocar las discusiones sobre los leoninos tratados de libre comercio, a recordar las desventuradas “aperturas económicas” y hacer un repaso (aunque a volandas) sobre la agricultura nacional y sus desventajas frente a las de otros países. En mi caso, recordé aspectos de un poema decimonónico, de confección impecable, que, ante todo, es un tratado científico sobre la naturaleza y la cultura: Memoria sobre el cultivo del maíz en Antioquia, de Gregorio Gutiérrez González.

G.G.G., el mismo de A Julia (“Basta para una vida haberte amado / ya he llenado con esto mi misión…”), ensaya un recorrido por las plantas, el trabajo, las herramientas, los cantos, las sementeras (no cementeras, que todavía no prevalecía la cultura del cemento), en fin. Y en ese inventario, el aguacate es imprescindible en la dieta de aquellos hombres dedicados a las faenas de la siembra (cuando no era que estaban viajando como colonizadores): “Y ¿qué dirían si frisoles verdes / Con el mote de chócolo comieran / Y con una tajada de aguacate / Blanda, amarilla, mantecosa, tierna...?”.

Sobra advertir que el poema de G.G.G. es, también, un tratado de culinaria. Y a propósito, en este punto podríamos recordar que, en tiempos modernos, la a veces difamada pero muy cotizada “bandeja paisa” se prepara con puros ingredientes importados. Hay que enunciar que, en un país (o continente) de maíz, Colombia importa toneladas de ese grano, como de otros productos de la tierra, de un modo en que se ha arruinado la economía agrícola nacional.

Desde 1990, con la presencia nefasta del neoliberalismo en el país, cuyo inaugurador y gran acólito de los dictados de Washington fue César Gaviria con su apertura económica, desde esos días, aparte del necesario debate, se ha asistido a una degradación de la producción nacional, la desindustrialización y la crisis en la agricultura. Se recuerda que, por ese tiempo, el Banco Mundial condicionó sus créditos a que se establecieran en el país la apertura y las privatizaciones.

Aquella demagógica consigna oficial de “bienvenidos al futuro” ocultaba los propósitos reales de que el “libre comercio” era una imposición de los Estados Unidos, la Unión Europea y Japón para dominar los mercados de paisitos como Colombia, manejado por una oligarquía y por intermediarios del capital extranjero.

Y después, en el perfeccionamiento del saqueo y otras expoliaciones, la condición de dependencia del país se refinó con los siguientes gobiernos hasta hoy. Y, volviendo a los aguacates y otras frutillas, el agro colombiano, lleno de latifundios improductivos, sufrió como lo sigue padeciendo, las consecuencias funestas de los tratados de libre comercio, que lo han envilecido y arruinado.

Mientras en otros países la protección del campo es un asunto de seguridad nacional, para los gobiernos y el Estado colombianos ha sido el sello del entreguismo. Y una de las consecuencias de los pésimos manejos, e incluso de rifar la soberanía, ha sido la de la desigualdad. Colombia es uno de los países más inequitativos del planeta. Y, en alta proporción, se debe al desbalance de los tratados de libre comercio, que, en rigor, se han suscrito más para importar (como es el caso, por ejemplo, de productos agrícolas) que para exportar.

En un país de vocación agrícola, con mucha tierra para cultivar, es increíble que casi todo llegue de afuera: el trigo, el maíz, el pescado, la papa, la leche, el arroz, el fríjol y hasta el café. De 110 millones de hectáreas en el campo, solo se cultivan 7,1 millones. Lo dicho, hoy los ingredientes de un almuercito son casi todos importados.

Hace dos años, el minagricultura, Aurelio Irragori, decía en un reportaje que “los campesinos sufren por producir y apenas sobreviven. No les quedan sino las manos callosas y los bolsillos vacíos” … “Todo agricultor y ganadero ha perdido…”. “Importamos la bandeja paisa, menos los huevos que se producen con maíz importado”. “Engordamos a los campesinos del extranjero mientras la pobreza es made in Colombia” (El Tiempo, 7-02-2016). Hoy, la situación es peor para los campesinos colombianos.

Así que, en medio del desnivel, el aguacate (que se exporta y todo) tendría que estar en un marco de revisión de los tratados de libre comercio, que hasta hoy desfavorecen a Colombia y le han propinado duros golpes a su agro. Aquello tan bucólico de “¡Salve, segunda trinidad bendita / Salve, frisoles, mazamorra, arepa”, del vate de la tierra, ya es una bella arqueología. 

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