Sea razonable: ¡sueñe!

Ignacio Zuleta Ll.
21 de abril de 2020 - 05:00 a. m.

En tanto transita la pandemia, al ritmo de unos ciclos con sus leyes misteriosas y propias, algunos nos permitimos pensar en el futuro. Todo futuro es desde luego una utopía porque, como hemos visto para escarmiento de la arrogancia de la especie, la naturaleza nos amonesta como una madre paisa: “¿Y acaso usté se manda?”. Pero es razonable creer que, al final de este abrazo indescifrable de Plutón y Júpiter, habrá seres humanos y estos tendrán que revisar los básicos.

En todos los asuntos posibles habrá cambios. La intelectualidad del mundo entero, los analistas globales, los opinadores y los influentes vaticinan, en sano ejercicio para espantar las aves negras del confinamiento, que quizás el sistema cambie, o quizás no; que es probable que la naturaleza se recobre, o es probable que no; que China será la nueva emperatriz del universo, o tal vez no será… y como aquí nadie se manda y los arcanos de la naturaleza y de Dios no son explícitos, acabaremos todos haciendo lo que advierte el dicho: “La cagó como un profeta”.

Sin embargo, soñar es un buen mecanismo de defensa, una inyección de optimismo necesario y una preparación por si las cosas resultan parecidas a los anhelos. Y hay unos temas concatenados sobre los que vale la pena divagar aquí en Colombia: la tenencia de la tierra, la vuelta al campo, la reforma agraria, las semillas autóctonas, la comida local y la seguridad alimentaria. Por el momento, no se asoman cambios en la verdadera estructura y las medidas gubernamentales de la peste son cuidados paliativos al enfermo terminal; “caritativas”, sí, pero nada remedian.No demora el hambre en apretar y esa es maestra dura, y el desabastecimiento en hacer su aparición porque nunca garantizamos una seguridad alimentaria con productos locales como hizo la China antes de abrirse al mundo, y dependemos en extremo de semillas transgénicas y agrotóxicos importados para sostener la producción.

Revisando un artículo en un diario nacional de hace cinco meses, se profetizaba con el tonito orgulloso de Economía y Negocios al hacer proyecciones para esta década, que “el producto del campo y la agroindustria que crecerá más en Colombia… será el etanol”. ¡Vaya producto agrícola, para darle de comer a los motores! Nos hemos escapado de decir que el oro, el petróleo y el coltán son minerales básicos para la salud del organismo. Y mientras tanto, los campos, que son todos del Marqués de Carabas y no del campesino desplazado, se dedican a cultivar palma de aceite en los humedales de los territorios nacionales; caña de azúcar en las antes fecundas tierras del Valle del Cauca; soya en los Llanos Orientales para alimentar vacas y cerdos; o en las tierras feraces del altiplano cundiboyacense, flores tóxicas que no sirven ni para adornar una ensalada.

Por eso hay que soñar, para no morir como un patriota, de atrabilis fatal. Por otro lado, hay una incipiente vuelta al anhelo de cooperar en ecoaldeas con sus huertas limpias,  crear y apoyar reservas naturales privadas (hay ya casi 600) con posibilidad de hacer en ellas agricultura sustentable, privilegiar mercadillos locales que apoyan la producción del campesino (que no sin su veneno el Minagricultura llama “habitantes del campo”), o imitar el tesón de, digamos, una horticultora urbana que echa sabiamente el reversazo que ahora entenderemos como urgente. Están también los movimientos territoriales y culturales que se van consolidando y un ejemplo son los TICCA empeñados en la preservación de la biodiversidad, incluidas desde luego la comida y los conocimientos ancestrales. Y así, poquito a poco y azuzados por la hoz de Gea, le tocará a los que queden por aquí ir entrando en razón, desde los sueños.

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