Secuelas de la peste

Mauricio Rubio
02 de agosto de 2018 - 03:17 a. m.

La peste negra de mediados del siglo XIV y las epidemias posteriores incrementaron de manera colosal la mortalidad en lugares tan alejados como Inglaterra e Italia. En 1420 la población europea era apenas la tercera parte de la observada un siglo antes. Por la Ruta de la Seda, la plaga iniciada en China llegó a Rusia y al mar Negro. En un avance de guerra biológica, descendientes de Genghis Khan catapultaron cuerpos infectados sobre la muralla de una ciudad genovesa en Crimea. De allí la peste alcanzó Constantinopla y Egipto saltando luego a Mesina, Pisa, Génova, Venecia, Marsella y Barcelona. Pasó después a Inglaterra para bajar por el Atlántico a Burdeos y Bayona.

Lo que parecía una enfermedad tropical llegó al mar Báltico y a los puertos del norte de Europa. Los testigos mencionan forúnculos, bubones y ántrax en las víctimas y por eso se generalizó la idea de peste bubónica, pero persisten dudas sobre ese diagnóstico. A diferencia de lo ocurrido en China, en donde se reportaron unas 20.000 ratas muertas, en Europa nadie habló de una epidemia animal que la precediera. También sorprende la facilidad y rapidez con que se expandió aun en invierno una enfermedad no transmisible entre seres humanos. Las excavaciones arqueológicas recientes indican que la tasa de contagio fue demasiado alta para ser causada exclusivamente por roedores.

Hay mayor acuerdo y evidencia sobre las consecuencias de la peste que sobre sus causas. La secuela más inmediata fueron las migraciones para evitar el contagio. El retiro de diez florentinos a un refugio campestre relatado por Boccaccio en El Decamerón ilustra esta reacción. “Ninguna medicina era mejor ni tan buena contra la peste que huir de ella”, apunta el escritor. La gente abandonaba su trabajo, prefiriendo satisfacer sus apetitos: “Se volvieron laxos en sus costumbres y descuidaron sus quehaceres como si esperaran la muerte ese mismo día”. Guillaume de Machaut, poeta francés, lamentaba “las espléndidas granjas que quedaron sin arar”. Con la epidemia aumentó la demanda por ciertas ocupaciones —sepultureros, médicos y sacerdotes— cuya idoneidad sufrió un abrupto deterioro.

Un impacto evidente fue el debilitamiento de la disciplina social y la cohesión. A largo plazo decayeron la calidad del tejido social y la razón de ser de ciertas tradiciones culturales. La peste implicó profundas divisiones entre los enfermos y la gente sana; llevó a una súbita disrupción en la manera de enfrentar la muerte. En épocas anteriores, la Iglesia había logrado atenuar el golpe de un fallecimiento con rituales para mitigar el duelo. Hasta el siglo XIV los arreglos funerales fueron cada vez más elaborados. Sin embargo, “con el incremento en la ferocidad de la plaga, esas costumbres cesaron parcial o totalmente y fueron reemplazadas por otras”, anota Boccaccio. El miedo al contagio primó sobre el cuidado de los muertos, cuyos cuerpos empezaron a ser apilados al frente de las viviendas. Los féretros dejaron de ser individuales. Evitar la infección convirtió a los afectados en enemigos. Según un testigo, a los enfermos “se les botaba la comida y la bebida al lado de la cama… Ni los parientes ni los amigos se preocupaban por lo que pudiera ocurrirles”. De las montañas apartadas venían rudos campesinos para enterrar en fosas comunes a los muertos.

La repulsión con los contagiados y agonizantes se convirtió en verdadero horror, “en el sentido que la vida misma era una batalla desesperada contra el dominio de la muerte”. Un ejemplo diciente de las macabras representaciones que se volvieron comunes es la tumba del cardenal Lagrange en Avignon, con una imagen de su cuerpo desnudo, descompuesto y el siguiente epitafio: “Polvo eres y en polvo te convertirás, cadáver podrido, bocado y comida para gusanos”. La muerte se había vuelto indómita, desprestigiando el cuerpo. Eso parecían reflejar las fiestas y celebraciones que insólitamente empezaron a multiplicarse con la epidemia: “Comamos, bebamos y gocemos, que mañana moriremos” era la consigna.

Las orgías que muchos testigos describen eran como la celebración de una breve victoria sobre la muerte. Sólo así se entiende que un lugar usual para los desenfrenos fueran los cementerios. El de Champfleur en Avignon, a finales del siglo XIV, se convirtió en verdadera “zona roja”: un escenario de libertinaje y descontrol. Las prostitutas se ofrecían allí mismo y “fornicadores y adúlteros buscaban entre las tumbas”.

Boccaccio explica por qué el desorden se consolidó: un perverso e impune carpe diem. “Con la gran aflicción y miseria, la reverencia a la autoridad de las leyes divinas y humanas decayó… Todos podían hacer lo que querían”. En situaciones extremas, la cultura es más frágil y desechable que los instintos, hoy ignorados hasta el absurdo por idealismos empeñados en moldear la naturaleza humana sin entenderla.

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