Lo primero que hace un gobernante es medir el riesgo de la época que le corresponde liderar, y lo segundo, decidir si va a enfrentarlo con unidad o con división.
La unidad es útil para manejar periodos difíciles, y la división, para sacar adelante proyectos políticos disruptivos. A mayor riesgo, mayor precaución. A mayor apoyo popular, mayor autonomía; a mayor gobernabilidad, mayor poder. Desde 2002 vivimos en una sociedad profundamente dividida políticamente, pero no siempre fue así.
Iván Duque ha presidido un gobierno muy divisivo en el fondo y moderado en la forma. Eso ha sido un error porque con la división no ha conseguido resultados y sí ha sido unos de los gobiernos con menor gobernabilidad de las últimas décadas. Ganar es solo una parte de gobernar, queda faltando conseguir gobernabilidad. Por eso en algunos regímenes parlamentarios ganar las elecciones solo otorga la oportunidad de conformar un gobierno; si no se logra, se vuelve a llamar a elecciones.
Si Colombia no está pudiendo manejar la crisis social de la pandemia es porque sus divisiones han llegado a extremos y con populismo ha erosionado los canales institucionales para tramitar sus conflictos. La administración Duque ha contribuido al problema, gobernando más para su base electoral que para el conjunto de un país cada vez más diverso y deliberante. Duque conservó la tendencia divisiva de su partido, que la había rentabilizado mucho en el pasado con populismo, pero, al no ser el de Duque un gobierno populista, no ha tenido cómo aprovecharla, quedándose con el pecado de la falta de gobernabilidad y sin el género de la popularidad. Durante una parte del periodo adelantó un gobierno de partido, cuando eso solo lo pueden hacer los partidos mayoritarios.
Duque llegó al poder gracias a la profunda división que sembró el uribismo, primero atizando una de las oposiciones políticas más feroces desde Laureano Gómez, a quien se atribuye la frase de “hacer invivible la república”. Y luego, planteando la elección presidencial como una fractura.
No buscó convocar a la unidad después del día de su borrascosa posesión, en que ofreció un pacto nacional y el presidente del Congreso, a nombre de su partido, lo conminó a mantener la división y la confrontación partidista. A pesar de que era evidente que le había correspondido un periodo de transición, del monopolio de la derecha y la centroderecha durante más de medio siglo de conflicto armado a un sistema político totalmente fraccionado, en que por primera vez la izquierda tiene una opción de poder real.
Y a pesar de que Gustavo Petro había anunciado que le daría de su propio cocinado en materia de oposición e impulsaría la protesta pública como había hecho el uribismo con los paros, el cafetero y el de camioneros. No corrigió después de las grandes manifestaciones callejeras de 2019, ni luego de la explosión de violencia en Bogotá el 9 y 10 de septiembre.
Ni siquiera con la pandemia. Al contrario, Duque exigió unidad a los demás pero no ofreció la suya, aprovechando para impulsar un hiperpresidencialismo, desoyendo al Congreso, apoderándose de los entes de control y creyendo que manejaba la opinión pública con su programa de televisión. Y proponiendo un plan de ajuste como el del Caracazo.