Señor Julio Cortázar

Sorayda Peguero Isaac
05 de julio de 2019 - 07:37 p. m.

Era una luminosa tarde de otoño en París. Noviembre de 1951. Usted miraba por la ventana de su habitación del tercer piso del pabellón autóctono de la Cité. Sentía que tanta belleza, y tantos recuerdos mezclados, le dolían. Usted, que por aquellos días estaba flaquísimo, que por las noches leía El romance de Tristán e Isolda y que dormía tan mal, había estado ordenando sus cajas de libros y papeles, que llegaron ese mismo día desde Buenos Aires. También llegaron sus láminas de Miró, de Matisse y de Klee, que enseguida colgó en las paredes desnudas de su cuarto desangelado.

Usted no estaba triste, pero no estaba contento. Buenos Aires le hablaba en susurros a través de sus cosas. Porque no eran sólo cosas, eran momentos, lugares y voces; eran las caras de los afectos fundamentales que se quedaron agitando la mano en el muelle, y era esa frase que leyó en uno de sus libros, esa frase que lo partía en dos: “los que se van dejan de ser interesantes”. Usted dijo que sabía de sobra que aquella frase era bien cierta, porque entendía de esas cosas. Porque sabía —como yo sé— lo que significa irse. Lo entiendo. Entiendo las pesarosas letanías que volcaba en las primeras cartas que escribió desde Europa. Entiendo que nunca quisiera aceptar la teoría de que los amigos pueden sustituirse, y su necesidad de convocarlos cuando se encontraba ante algo bello. “Porque una cosa es elegir y otra aceptar”.

Suerte de las cartas. Usted las consideraba vitales. Escribir a un amigo era un acto de fe, “una operación agresiva contra el tiempo”. Le gustaba escribir largas cartas a sus amigos mientras tomaba mate amargo o té de limón, sentado ante la única mesa que tenía en su cuarto parisino, la que usaba para dos cosas esenciales: comer y escribir. Usted decía que en cada una de sus cartas había puesto lo mejor y lo peor de su mente, y siempre, su sensibilidad. Su vida entera quedó plasmada en sus cartas. Tantas cartas que, por fortuna, no corrieron la suerte de olvido que usted les vaticinó.

Celebro su “repugnante sentimentalidad” autoproclamada, y su manera de conmoverse por las cosas inútiles: una rosa, un gato, un cielo rojo reflejado sobre las aguas del Sena, un nido de gorriones, la voz de Louis Armstrong, los paseos al anochecer, un poema de Keats, usted ya sabe: “cosas que pagan viejas deudas de la vida”. Celebro su necesidad de aprender a ver y su miedo a perder “la mágica mirada”.

Aquella tarde de noviembre, después de ordenar papeles y libros, usted salió a dar un paseo por el barrio de la Sorbona. Bajó por la orilla izquierda del Sena. ¿Recuerda? Por la rue Saint-Jacques. Se detuvo a mirar la Torre Jean Sans Peur. Después entró a la oficina de correos. Tres cartas lo esperaban. Tres cartas, de tres amigos. Entonces, le hizo un digno corte de mangas a la frase que antes lo había herido. Porque, como usted decía, como escribió en una de sus cartas: “¿Hace falta más, cuando se sabe que lejos, a la distancia, hay corazones que se acuerdan de uno?”. Usted sabe que no, que no hace falta mucho más, que “bien puede uno ser un poco feliz, así”. Esté donde esté.

sorayda.peguero@gmail.com

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