Rabo de ají

Señora muerte

Pascual Gaviria
20 de mayo de 2020 - 05:00 a. m.

La muerte será siempre un acecho que nos empuja o nos paraliza, un terrible aliciente que no marca direcciones ni entrega ninguna garantía. Una objeción a todos los planes, a los caprichos y a los grandes ideales. Ahora está todos los días en una especie de balance que hacemos de la manera más trillada, como si contáramos simples tránsitos entre dos fronteras corrientes. La vemos en las tablas de la burocracia y en los informes periodísticos, y su número lejano nos dice que se acerca, que crece como una inundación inevitable.

Esa cercanía puede trivializarla, puede convertirla en una carga que a la distancia estamos dispuestos a soportar con algo de naturalidad. Los médicos nos hablan de ella con cierto cinismo. Son unos especialistas y logran ser descarnados, nos hacen las proyecciones del drama que viene en las habitaciones que tienen asignadas, nos entregan la descripción de los candidatos ideales para esa estadística, las anécdotas sobre sus colegas pusilánimes o consagrados. No digamos que la invocan, pero sí nos muestran una familiaridad a la que no estamos acostumbrados. Y nos demuestran que están mejor preparados para la acción que para la espera.

También los funerarios han mostrado una cara distinta. Esa parquedad, esa indiferencia bien disimulada de consideración puede ser hoy algo cercano a la suficiencia. Al menos entre quienes no han recibido una espantosa avalancha. “Aquí estamos con los últimos datos, con la posibilidad de desmentir los informes oficiales, con las noticias de última hora”, parecen decir. Convertidos en informantes del más allá. Y tal vez podrían llevar en el bolsillo de sus chaquetas el fragmento de un poema del escritor británico Kingsley Amis: “Tengo algo que decir a favor de la muerte: / no te obliga a dejar la cama, y es una suerte. / A cualquier parte, estés de pie o largo / llega hasta ti sin cobrar recargo”.

Imposible no pensar en el libro de un enfermo célebre, Mortalidad, escrito por Christopher Hitchens durante el tratamiento de un cáncer de esófago que terminó con su vida luego de un año y medio de gira por hospitales. Hitchens se arrepiente varias veces en esas páginas por tratar, en algunos momentos, su convalecencia como una lucha. En un principio lo asumió usando una frase que se atribuye a Nietzsche: “Lo que no me ha matado me ha hecho más fuerte”. Dejó de creer en esa batalla que solo tenía derrotas y tomó prestadas las palabras de un colega profesor que padeció un derrame cerebral y otras dolencias: “Los pacientes yacíamos en tumbas de colchones”.

Ese libro sobre la muerte se parece en realidad a un repaso clínico, a una diatriba contra los tratamientos, las preguntas de los sanos, la condescendencia, la debilidad, el hipo, el estreñimiento… “La difícil ocupación por sobrevivir” no deja espacio para mucho más. Esa es tal vez la mayor derrota del libro: ser más un tránsito entre habitaciones, una reseña de la expulsión del país de los sanos, que una profunda meditación sobre el final de la vida. Médicos y abogados son los grandes protagonistas de ese peregrinaje: “Burocracia, la maldición de Villa Tumor”.

Pero ese no es el único vacío que dejan esas 120 páginas. Tampoco sobre la enfermedad queda mucho que decir. Es imposible advertir el dolor. Los médicos no lograron describirlo antes de los tratamientos, y él tampoco puede hacerlo para los futuros pacientes. Esa voz, al final, parece no tener privilegio alguno: la enfermedad “entraña siempre una tentación permanente de mostrarse egocéntrico”. Y a nosotros nos toca volver a los cuadros y diarios y a los temores.

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