Sombrero de mago

Servidumbre y resistencia

Reinaldo Spitaletta
26 de junio de 2018 - 06:00 a. m.

Cuando un redactor de El Mundo me preguntó cuál era mi político predilecto, sin vacilar le contesté: Espartaco. Y sí, porque era un enamorado de la libertad que se alzó contra la república romana entre los años 73 y 71 antes de Cristo. El subversivo que perturbó a un estado todopoderoso, murió en su gesta en la que sublevó a miles de oprimidos. En sus arengas advertía que los esclavos nada tenían que perder, excepto sus cadenas y, en cambio, tenían todo un mundo por ganar.

Espartaco, a quien se atribuye la frase lapidaria de “volveré y seré millones”, cuando estaba agonizando en una cruz, en la que pereció como muchos otros de sus compañeros rebeldes, es un paradigma de la libertad y de las luchas por la dignidad humana. Puso en vilo a un poder inconmensurable y legó a la historia enseñanzas sobre la desobediencia y los alzamientos contra la dominación.

Centenares de años después, en los tiempos del Renacimiento, un joven francés, que va a ser guiado y publicado por Michel de Montaigne, el inventor del ensayo, “el más humano de los géneros”, que dijera el finado Jaime Alberto Vélez, escribió en 1548 una pieza que sigue alentando reflexiones sobre los alcances de la libertad como un logro de la razón y contra las vejaciones del arrodillamiento y la subordinación escogida por gusto propio.

En efecto, el ensayo titulado Discurso de la servidumbre voluntaria, de Étienne de La Boétie, es una obra de plena vigencia filosófica y política, concebida hace quinientos setenta años, sobre la sumisión mental, la aceptación sin ninguna repulsa de la degradación y la aparente necesidad de tener un patrón, alguien que imponga su yugo y sus condiciones. ¿A qué se debe el desdén por la autonomía, por la capacidad de pensar por sí mismo? ¿Acaso se llegan a amar las cadenas, la subyugación, las humillaciones?

El ensayista se sorprende de ver “un millón de hombres miserablemente dominados, la cabeza bajo el yugo, no porque estén obligados por una fuerza mayor, sino porque están fascinados y por así decirlo embrujados por el nombre de uno que no debiesen temer porque está solo, ni amar porque es inhumano y cruel hacia todos ellos”. Y su reflexión lo conduce a preguntarse de dónde procede el sometimiento y por qué se acepta así no más, sin descargas de oposición, sin desencadenar puja alguna.

Y en sus interrogantes y búsquedas de explicación de la servidumbre que se acepta a placer, de La Boétie, que escribió su célebre razonamiento a los 18 años de edad, plantea que son los pueblos los que se avasallan y se cortan el cuello con mano propia. Y le parece inconcebible, pero real y manifiesta entre el pueblo, la posición errónea de “quien pudiendo elegir entre la sumisión y la libertad, rechaza la libertad y toma el yugo”.

Cervantes, tiempo después, dirá en su colosal novela que “la libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres…”.

El no conocer la libertad y sus delicias, el haber vivido amarrado a la voluntad de otro, el permitir el encadenamiento sin ninguna refriega, conduce a la obnubilación, y, por qué no, al amor por las ataduras. Y entonces se comienza a querer al amo, al “sometedor”, a quien ejerce el poder y que, por la enajenación del sometido, este ve como un salvador, un mesías. No hay réplicas ni críticas, sino adoración.

En el Elogio de la dificultad, el pensador colombiano Estanislao Zuleta decía, entre otros asuntos, que “Dostoievski entendió, hace más de un siglo, que la dificultad de nuestra liberación procede de nuestro amor a las cadenas. Amamos las cadenas, los amos, las seguridades porque nos evitan la angustia de la razón”.

No pensar, no cuestionar, no preguntarse el porqué de esto o aquello es un modo de la servidumbre voluntaria. “La naturaleza del hombre es ser libre y desear serlo”, dice de La Boétie en su ensayo al que Montaigne le brindó elogios aparte de divulgación. “Las gentes sometidas no tienen ardor ni pugnacidad en el combate”, agrega el joven que sabía que el ardid de los tiranos es embrutecer a sus vasallos, hacerles creer que todo está bien, cuando, en realidad, todo anda mal para los esclavos.

Espartaco, antiguo esclavo, supo al fin de cuentas que no solo hay que reconocer las cadenas y tener conciencia de ellas, sino desarrollar unas incontenibles ansias de romperlas.

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