Sexualidades intensas

Mauricio Rubio
21 de febrero de 2019 - 05:00 a. m.

Un mito contemporáneo es que la sexualidad, como construcción cultural, es bastante homogénea entre la población. Recientemente se reconoce la diversidad en orientación e identidad sexuales, pero poco más.

La supuesta uniformidad es cuestionable. No pasa el filtro de la experiencia personal, ni sobreviviría una discusión entre adolescentes. Desde esas charlas, recurrentes en bachillerato, nos intrigaba algo básico: por qué a ciertas personas les gusta mucho el sexo y a otras poco. Infructuosamente buscábamos señales. El despiste era tal que asimilábamos la intensidad del deseo a una lotería que luego persistía: fría, tibia o caliente. Hechos ciertos reforzaban esa visión: una misma compañera le enseñó a besar a casi toda la clase y profesoras casadas se acostaron con alumnos, mientras otras ni iban a las fiestas. Hasta la tesis de que las mujeres siempre están menos dispuestas al sexo fue desafiada: la novia de un amigo quería hacerlo a diario pero él creía que más de un polvo semanal perjudicaba el cerebro; a sus 20 años, muy enamorada, ella tenía otros amantes.

Los datos muestran que con los años el deseo se marchita, matizando las diferencias individuales. Por otro lado, múltiples testimonios sugieren que ni la misteriosa distribución de la pasión, ni sus extremos, son exclusivos de esta época. En la Vida de santa María de Egipto, de Sofronio, siglo VI, aprendemos que “por 17 años viví como un fuego, pero no por el dinero. A los 12 me fui de casa... Estuve con el mayor número de hombres que pude conseguir. Lo hice por un deseo insaciable. Para mí esa era la vida”. Sin ser invitada, se unió a un grupo de hombres que zarpaban en un barco: “Jóvenes con cuerpos atractivos, justo lo que yo quería. Sin ninguna vergüenza, les dije ‘llévenme a donde vayan, no dejaré de ser lo que soy por ustedes’. Llegué a convencer incluso a quienes no querían. No hubo ninguna perversión que no les enseñara”.

A mediados del siglo XIX, en el consultorio de su ginecólogo, la Sra. R, viuda norteamericana con 22 años, declaraba sentirse tan “inflamada por la pasión” que temía enloquecer. Lamentaba haber leído novelas y asistido a fiestas. De casada, su lujuria fue constante y para calmarla practicaba el “autoabuso, la indulgencia ilícita”. Al enviudar, la tensión aumentó: “Es con enorme dificultad que puedo comportarme de manera decorosa en presencia del otro sexo”. Aseguraba que sus “sentimientos lascivos no pueden ser naturales, tienen que ser consecuencia de alguna enfermedad”.

Por la misma época, la Sra. B acudió al médico. La agobiaban “imágenes excesivamente lascivas de relaciones sexuales con hombres distintos a su marido”. Cada vez que conocía y hablaba con un varón, soñaba tener sexo con él. Había podido evitar la tentación pero temía no ser capaz de restringirse si “la enfermedad persistía”. Daba por descontado que esos sentimientos eran heredados de su madre, que mostró desde joven inclinaciones similares. Su temprano e intenso deseo la llevó a casarse apenas adolescente con un hombre mucho mayor. Durante años hicieron el amor todas las noches. Con la edad, el marido sufrió problemas de erección y ella temía no conformarse con él.

Un caso publicado en 1894 en una revista científica describía la consulta de una madre con su hija de nueve años porque, decía, se masturbaba mucho. El ginecólogo procedió a examinarla. “Tan pronto toqué el clítoris, las piernas se abrieron ampliamente, la cara se puso pálida, la respiración fue corta y rápida, el cuerpo se movió por la excitación, surgieron ligeros gemidos”.

Poco antes, en una convención médica se presentó a “la Paciente”, de 29 años. Buscaba que la internaran en un asilo. Había escrito su historia. “Heredé una disposición mórbida de mi madre y el temperamento opuesto de mi padre, dándome una naturaleza contradictoria. Antes de los seis años me excitaban los juegos sexuales con otros niños y a los 12 uno me advirtió que si los hombres se enteraban ninguno querría casarse conmigo. No entendí lo que decía: no sabía nada de mi cuerpo. Gradualmente, mi sistema nervioso se vio afectado. Los orgasmos llegaban sin proponérmelo. Meterme en una bañera o lavarme las partes a menudo los provocaban”.

Ignorancia, prejuicios y machismo implicaban desconcierto entre confesores e intervenciones quirúrgicas deplorables. Pero sería un error pensar que las historias fueron inventadas, o que para entenderlas toca leer a Foucault. El paralelo con “genio y figura hasta la sepultura” más los factores hereditarios explícitos en los testimonios deben irritar a militancias y fanatismos que por razones ideológicas niegan la naturaleza humana y empantanaron el diagnóstico de problemas sexuales críticos, como el embarazo adolescente. Sin novelas, cine ni series de TV el oscurantismo cotidiano sería crítico. Por desgracia, muchas discusiones sobre género, sin biología, historia, literatura ni arte, están siendo lideradas por la charlatanería igualitaria.

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