Signos fatales

Julio César Londoño
03 de febrero de 2018 - 02:00 a. m.

Roland Barthes fue atropellado por un carro el 25 de marzo de 1980 en París. Según los testigos, cruzó sin prudencia la intersección de la rue des Écoles y la rue Saint-Jacques. Había dedicado su vida a una cosa simple y abstrusa a la vez, el signo.

No creo que exista una disciplina más ambiciosa que la semiología. Si las gramáticas son empresas perdidas porque aspiran a poner orden en ese caos de creación colectiva que son las lenguas, ¡la semiología es mucho más delirante porque pretende abarcar todos los sistemas de comunicación humanos! El cine, la pintura, la literatura, las palabras, los gestos, las señaléticas de las calles, de los edificios, de los gremios... Casi es más fácil enumerar los campos que no estudia.

Su definición más corta es esta: una sociología de los signos, los símbolos y las representaciones. ¿Capisci?

En El cuarto claro, Barthes descubrió que la fotografía era siempre trazas de rayos luminosos de objetos que están, mientras que la literatura puede hablar de cosas que no están, y que la fuerza de una fotografía residía con frecuencia en el punctum, un elemento involuntario y conmovedor. Un botón fuera del ojal. Un perrito que se atravesó en la toma.

Fue también un crítico literario de la corriente estructuralista y era bueno titulando. Su mejor título, El grado cero de la escritura, contiene una observación que se ha vuelto axioma del género: “El autor no tiene la última palabra en la interpretación de sus obras”.

Yo, lo confieso, no he podido meterle muela a la crítica estructuralista. La encuentro reseca. Los estructuralistas se limitan a estrujar las rosas y los poemas para obtener finalmente, después de muchas vigilias, plomo a partir del oro. O quizá el problema estriba en que la materia atraviesa una fase primitiva. Quizá un día puedan sus sacerdotes poner a punto esta matemática del verbo y formular las conclusiones de sus cónclaves en límpidas ecuaciones estructurales.

Italo Calvino estuvo en el funeral del sabio. Dice que entre los pocos asistentes distinguió el enorme cráneo calvo en forma de huevo de Foucault. Y a Greimas, que le contó que fue él quien le dio a leer a Saussure a Barthes en 1948 en Alejandría. Cuenta que Barthes no llevaba documentos de identidad el día del accidente y que su rostro quedó completamente desfigurado, “como un signo sin significante”, y que resultaron más fatales las fracturas de las costillas que las del cráneo (años antes, le habían sacado una costilla para practicarle un neumotórax, y Barthes guardó el hueso muchos años como una reliquia hasta que se cansó y lo echó a la basura, pero lo citaba en sus clases como un ejemplo de “cambio de significado sin cambio de significante”).

Muchos piensan que ese día Barthes andaba distraído, es decir, en el modo tonto del genio. Otros creen que se suicidó y se apoyan en el hecho de que andaba sin papeles. Otros piensan que se había vuelto amargado, que se sentía derrotado por los signos, tan evasivos, tan multiformes y polisémicos. Otros piensan que estaba cerca de resolverlo todo y que, alarmados, los signos tramaron su muerte. La oportunidad se presentó cuando el sabio llegó al cruce de Écoles y Saint-Jacques. El semáforo peatonal miró al otro semáforo… se hicieron un guiño… titilaron sincrónicos, ambos verdes de felicidad, ¡y plum, Roland voló por los aires! Estuvo un mes en cuidados intensivos, consciente pero sin poder hablar ni escribir. Sin documentos, ni facciones, ni palabras y finalmente sin signos vitales. Todo parece indicar que la teoría de la conspiración es algo más que el producto de una imaginación calenturienta.

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