Símbolos, nación y béisbol

Javier Ortiz Cassiani
07 de octubre de 2018 - 11:00 p. m.

El béisbol con su exquisita parsimonia se resume en octubre. Para la tribu que sigue esta comparsa de cálculos, ritualidad y códigos tácitos, el fin de la temporada en los Estados Unidos llega lento para desparramar en otoño todas las emociones discretas acumuladas durante el año. El 12 de octubre de 1968, hace 50 años, en el desarrollo del protocolo previo a un encuentro de este deporte que suele atrincherarse en la tradición como principio ético, ocurrió un acontecimiento que cambió la manera como hasta el momento se habían hecho las cosas. José Feliciano fue el invitado para cantar el himno de los Estados Unidos en el quinto juego de la Serie Mundial entre los Cardenales y los Tigres en la ciudad de Detroit. Los símbolos estaban servidos. Era 1968, era 12 de octubre, Día de la Raza —como se estilaba decir en el mundo hispanohablante— o “Columbus Day” —como todavía dicen los norteamericanos—, y el cantante era un puertorriqueño. Un hispanic, un latino, porque las denominaciones del nacionalismo cotidiano opacan cualquier nomenclatura inventada por la oficialidad estatal.

José Feliciano, para entonces un joven de apenas 22 años, tomó su guitarra y cantó. Cantó con su bamboleo de invidente y voz apretada una versión inédita del himno lo más parecida a un blues, totalmente opuesta a la marcialidad militar con la que se solía interpretar. Detrás de él, de pie, los miembros de una banda con sus instrumentos musicales, que sólo estuvieron allí como decoración, miraban con esa mirada de los que pretenden disfrazar la incomodidad con una supuesta actitud distraída. Llovieron críticas. Colapsaron los teléfonos de la cadena de televisión NBC que transmitía el partido. Los militares veteranos lo putearon. Varias emisoras dejaron de poner sus canciones. Le cancelaron contratos. Y hubo hasta quienes pidieron la deportación de alguien que legalmente era ciudadano estadounidense.

Sabemos lo que vino después. Aquel hombre latino, caribeño de un estado de segunda de los Estados Unidos de América, se convirtió en el precursor incómodo de algo que se pondría de moda en los espectáculos deportivos de ese país: invitar a una estrella de la música para que le ponga su sello personal a la entonación del himno. Las paradojas de la nación. Un puertorriqueño encargado de cantar The Star-Splanged Banner —el mayor símbolo de la identidad norteamericana— lo hace de forma heterodoxa y lo lapidan, pero se convierte en el pionero de una de las formas más celebradas del nacionalismo deportivo de los Estados Unidos. Después de muchos años el béisbol ha tratado de resarcirse con Feliciano. En varias ocasiones lo han invitado a cantar el himno en partidos importantes de las ligas mayores. Él sigue interpretando la misma versión blueseada que cantó en Detroit en el 68, y en junio de este año donó al Museo Nacional de Historia en Washington la guitarra con la que lo interpretó.

Tiene sentido recordarlo ahora en estos días en que se cumplen 50 años de aquel acontecimiento. En los que Trump parece ponerse, otra vez, en el ojo del huracán María que devastó el año pasado a Puerto Rico, para negar la cifra de muertos que dejó la tragedia. Y cuando comienza la postemporada de este maravilloso deporte de pacientes pasiones, tan lleno de códigos, de rituales, de símbolos; tan lleno de peloteros latinos y caribeños sin los que este juego sería otra cosa.

 

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