Sin igualdad no hay oasis

Arlene B. Tickner
23 de octubre de 2019 - 03:00 a. m.

Tan solo diez días antes de declarar un toque de queda y de sacar a los militares a la calle por primera vez desde el fin de la dictadura, Sebastián Piñera se jactaba del “oasis” vivido en Chile en momentos en los que el resto de América Latina está convulsionada. Sin embargo, lo que comenzó como una protesta puntual de los estudiantes contra el alza en la tarifa del metro y un llamado a la “evasión” —consigna que llevó a miles de personas a entrar a las estaciones, saltarse las barreras y romper los torniquetes— se convirtió en una sublevación masiva que ha puesto al descubierto el profundo descontento de la gente. Justamente por ser uno de los países latinoamericanos que se suponía más estable y “exitoso”, el caso chileno invita a reflexionar acerca de la compleja “olla de presión” que vive la región.

Como ocurre en el resto de América Latina, que ostenta el vergonzoso “honor” de ser la región más desigual del mundo, la desigualdad en Chile es sorprendentemente alta. Pese al aumento gradual en el ingreso y el empleo, y la reducción significativa de la pobreza, los precios de transporte, educación, salud, vivienda, agua, electricidad y medicamentos, por nombrar solo algunos, superan la capacidad de compra del bolsillo promedio chileno. Si bien los gobiernos progresistas de la “marea rosa” priorizaron la igualdad de los derechos ciudadanos a todos estos servicios públicos básicos, incluyendo la vejez digna y sacaron a millones de la pobreza, sus logros en el combate a la desigualdad fueron más modestos y menos duraderos, principalmente porque las causas históricas y estructurales de esta se han mantenido intactas.

Más allá del capitalismo (neo) liberal, cuyo rol en la concentración de la riqueza al interior y entre los países del mundo ha sido ampliamente documentado, la responsabilidad de las élites y de los gobiernos —tanto de derecha como de izquierda— debe estar en el centro de cualquier discusión acerca de la desigualdad. La miopía y la prepotencia de Piñera en Chile son sintomáticas del marcado distanciamiento que existe entre la clase política y los electores latinoamericanos en general. En lugar de dimensionar y reconocer los reclamos legítimos y justos de diversos sectores de la población y de atender el descontento social como un asunto eminentemente político, los gobiernos de la región —sin distingo ideológico alguno— lo siguen tratando como una amenaza a la seguridad, hasta el punto de declararle la “guerra”. La corrupción —cuya sistematicidad, magnitud y cotidianidad se pusieron al descubierto con el escándalo de Odebrecht— solamente echa más gasolina al fuego, socavando de paso la legitimidad del poder público y de la democracia.

Como lo vaticina de forma cruda pero premonitoria la recién estrenada película Joker, es imposible seguir ignorando la rabia, la indignación y el descontento de la gente, originados principalmente en la desigualdad, a riesgo de mayor caos y violencia. Aunque esto no significa que debamos creerles a quienes quieren vendernos el cuento de que las protestas que estamos viendo en América Latina son los inicios “peligrosos” del (re) auge del igualmente fracasado “socialismo del siglo XXI”, sí implica reconocer que sin igualdad no hay oasis posible.

 

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