Sin pena ni gloria

Dora Glottman
08 de agosto de 2020 - 05:00 a. m.

Lo sorprendió la muerte en su sillón favorito. No la vio venir. Nazar Najarian la había visto de frente más de una vez, pero el día que vino por él no le permitió siquiera el honor de un cara a cara, de un duelo justo. Se lo llevó por la espalda y sin justificación alguna. No hubo ideologías, reivindicación de derechos, causas justas, nada. Lo mató la negligencia. Un fin poco noble para un guerrero como él.

Najarian es una de las más de 135 víctimas de la explosión esta semana en Beirut. Era también el secretario general del Partido Cristiano Kataeb o Falange Libanesa, por el que habría dado su vida, de no ser porque se la quitó un pedazo de vidrio que cayó sobre su cabeza cuando terminaba una reunión en su despacho. Era su sillón favorito porque después de años de luchar como comandante de la milicia Fuerzas Libanesas en el sur de su país durante la guerra civil, ahora defendía desde ahí la misma causa; el poder de los grupos cristianos por encima del de los musulmanes, pero en tiempos de paz.

La explosión en el puerto de Beirut levantó más polvo del que se podía ver por televisión. Se elevaron carros por los cielos, volaron techos y una nube naranja pintó el cielo, pero fueron la rabia y las antiguas heridas de los libaneses las que quedaron al descubierto. La economía atraviesa su peor momento desde que terminó la guerra civil en 1990, el nivel de pobreza es cada vez más alto y se estima que por lo menos un millón de personas en la capital se acuestan con hambre. A eso se suma la tensión por cuenta de la influencia iraní en la política interna y la expectativa esta semana por el fallo en el juicio del asesinato del ex primer ministro Rafiq Hariri en el 2005, presuntamente a manos de integrantes de la milicia Hezbollah.

Tal vez de eso hablaba Nazar Najarian con sus copartidarios cuando murió. La presencia de tropas de países musulmanes había sido desde siempre su obsesión. Por eso luchó cuando joven al lado de Bachir Gemayel, quien fue asesinado a los 34 años poco después de ser elegido presidente y quien durante la guerra de los Cien Días libanesa encomendó a Najarian misiones tan delicadas como el traslado de milicianos cristianos por el sur del país.

Lo mató la negligencia de los encargados del puerto de Beirut que sabían que tenían almacenada, desde hacía seis años, una peligrosa carga de nitrato de amonio que iba de Rusia a Mozambique y que, por trabas de plata y permisos, terminó incorrectamente guardada en un deposito frente al mar. Tras la explosión, los residentes de la capital libanesa pasaron del shock al dolor y finalmente a la rabia y la queja. El fallo en el juicio por el asesinato de Hariri se pospuso por respeto a los dolientes, alargando la sed de justicia en un país donde el frágil balance de poder entre musulmanes y cristianos lo mantiene al filo de la violencia, donde el hambre acecha y el coronavirus no da tregua.

Sería peligroso romantizar la vida de Najarian, al fin y al cabo, un guerrero enceguecido por lo que creía: un Líbano soberano sin influencia de países musulmanes. Quién sabe si en ese diminuto instante entre la vida y la muerte alcanzó a sopesar la ironía de lo que fue su vida: una lucha inconclusa por unos ideales y una muerte sin sentido en un Estado prácticamente fallido. Termino dedicándole al Líbano una frase de otro libanés cristiano, Kalil Gibran: “No se puede llegar al alba sino por el sendero de la noche”.

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