Sin sombra de dudas

Piedad Bonnett
07 de abril de 2019 - 05:00 a. m.

La carta de AMLO exigiéndole a España que pida perdón a los pueblos indígenas por el daño que les ocasionó la Conquista es fácilmente susceptible de ser caricaturizada o interpretada como un gesto oportunista. Lo primero porque, como ya han argumentado, los hechos históricos no se pueden descontextualizar, y no tenemos hoy la misma visión de los derechos humanos que hace 500 años. Y lo segundo, porque se puede conjeturar que AMLO sólo está haciendo un gesto espectacular para la gradería. Pero las cosas tal vez no sean tan simples.

Pedir perdón puede ser un mero formalismo e incluso una burla, como sabemos en estos tiempos de posconflicto. Pero puede ser también un acto simbólico de profundas repercusiones, una lección histórica, a pesar de que el gesto sea extemporáneo. En el 2000, por ejemplo, el presidente alemán Johannes Rau pidió perdón ante el Parlamento de Israel por la responsabilidad de su país en la muerte de seis millones de judíos durante el periodo nazi. Y en 2013, la reina Isabel II de Inglaterra “perdonó” al científico Alan Turing, quien en 1952 fue condenado a la cárcel por ser homosexual, pena que él cambió voluntariamente por la castración química, triste elección que lo llevó al suicidio a los 41 años. El ministro de Justicia Chris Grayling reconoció que fue “una sentencia que ahora se consideraría injusta y discriminatoria”. En realidad, una importante declaración de respeto e igualdad por la comunidad gay.

La carta de AMLO resulta pertinente ahora que la minga indígena protesta y bloquea la carretera Panamericana. Lo obvio ya se ha dicho: los pueblos indígenas siguen padeciendo problemas de salud, educación, pobreza y falta de oportunidades. Y reiteradamente el Estado ha incumplido sus promesas. Pero habría que añadir que a los indígenas se los sigue viendo o desde el desprecio o la indiferencia o desde la idealización. Para muchos, según los viejos prejuicios, son ignorantes, maliciosos, insaciables y violentos. Para otros, en cambio, versiones del buen salvaje, seres pacíficos por naturaleza, impermeables a la corrupción. Y ni lo uno ni lo otro. Las dos visiones los infantilizan, propician paternalismos, y les niegan su calidad de ciudadanos iguales a los demás.

Los indígenas han sufrido duras violencias –recordemos, nada más, los horrores de la masacre de la Chorrera– y han luchado con dificultad por mantener sus tradiciones, sus saberes ancestrales, sus creencias, y una relación muy sabia con la naturaleza que los “blancos” perdimos hace mucho. De ahí que les preocupen, más allá de la recuperación de tierras, problemas como el fracking, la minería ilegal, la deforestación, y la explotación incompasiva con el medio ambiente de las grandes empresas, nacionales o multinacionales. Pero son también ciudadanos de un país donde la violencia y la corrupción son el pan de cada día. Por lo tanto, y respetando sus diferencias culturales, debemos partir de que son, ante todo, colombianos con deberes y derechos. Frente a las graves dudas planteadas por las instancias oficiales sobre el mal manejo de sus recursos o la penetración terrorista en su movimiento, se necesitan investigaciones serias. Porque a todos nos interesa la verdad, pero, sobre todo, por supuesto, a ellos mismos.

 

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