Síndrome de Jartum

Eduardo Barajas Sandoval
16 de abril de 2019 - 07:00 a. m.

El reemplazo de un dictador por una junta de sus amigos puede ser una burla todavía mayor para las aspiraciones democráticas de generaciones que han tenido el infortunio de vivir bajo el mando de un mismo sátrapa. Treinta años de régimen autoritario son suficientes para rebajar todos los estándares políticos de un país y llevarlos a la postración. Es lo que puede resultar de un proceso de “alianzas cívico-militares” que no son otra cosa que el confortable reparto del poder entre una cúpula de corruptos que no tienen pudor alguno en llamarse defensores del pueblo o salvadores de la patria.

Constitución a la medida, con las consecuentes invenciones de remedo de legislativo y un aparato judicial diseñado para darle visos de legalidad a todas las arbitrariedades posibles, son las señales mayores de una institucionalidad acomodaticia, en cuyo nombre se abusa del poder. A caballo sobre todo eso, los dictadores oprimen a sus respectivos pueblos, con el padrinazgo, o al menos la voluntad interesada de potencias que ven en cada caso oportunidades de influencia o de enriquecimiento. Y ya está. Ahí pasan los años al amparo de una organización de Naciones Unidas que cada día demuestra su ineptitud para abrir avenidas democráticas allí donde cerros de basura represan la voluntad popular.

Omar al Bashir se tomó el poder en Sudán hace treinta años. Simplemente decidió, a la cabeza de un grupo de militares, echar por la línea fácil de derrocar al jefe de un gobierno elegido que, en el criterio de los golpistas, no podía controlar el país. Control que los nuevos dueños del poder mantuvieron a lo largo de tres décadas y todavía no quieren soltar. Porque al remover a Bashir, hasta ahora su jefe, simplemente quieren cambiar la cara del poder, al tiempo que conservan su esencia. Que es para lo que, en el caso de países como Sudán, fueron preparados desde que entraron a la escuela militar.

El alza del precio del pan, y de los combustibles, desató por fin, al terminar el año 29 de su reinado, la protesta popular contra un dictador que tuvo a la mano todos los manuales, bien conocidos en el Caribe, de conservación a ultranza del poder. La gente no pudo soportar una inflación de más de treinta por ciento. Tampoco la aplicación a ultranza de la Ley Islámica, en especial en contra de las mujeres, que cuando por fin resolvieron rebelarse, y salir a la calle a bailar como las reinas de Nubia, convirtieron la protesta en un huracán.

Contra los discursos de la “dignidad” de pueblos obligados a obedecer a un solo jefe, encarnación del bien y del mal, y oráculo de “lo que más conviene al país”, los sudaneses, y sobre todo las sudanesas, se fueron a los cuarteles a pedir primero que todo el cambio de Bashir, con la esperanza de que, más tarde, venga el cambio del sistema político, para no caer en la trampa de esos reemplazos que no lo son, pues terminan por ser remedios más letales que la enfermedad.

Como suele suceder, el dictador saliente encontró en su lucha contra las sanciones de los Estados Unidos argumento poderoso para sostenerse. Claro, la intromisión de los gringos tiene la particularidad, prácticamente en todas partes, de servir de combustible del discurso más efectivo de represión interna, como es el de la defensa de un enemigo exterior detestado por la gente sin barreras de agrupación política.

Requerido por la Corte Penal Internacional, debido a su papel de presumible instigador de crímenes de lesa humanidad cometidos con motivo del conflicto que llevó a la división del país, cuando se partió en dos, dejando la mayoría de los campos petroleros en el nuevo Sudán del Sur, Al-Bashir contó con el apoyo de Rusia y China en su propósito de evadir la acción de esa Corte. Parte del acuerdo de su salida, cuando sus colegas militares se atrevieron a reemplazarlo, consiste en que tratarán de juzgarlo más bien en Sudán.

La molestia mayor de los activadores de la revuelta civil, que no fueron políticos tradicionales sino profesionales de la medicina y el derecho, acompañados como ya se dijo de contingentes de mujeres y jóvenes, radica en la insuficiencia de los anuncios de los “nuevos” gobernantes, aparentemente provisionales, del país. Según estos últimos, el país debería esperar un período de tres meses de Estado de Emergencia, seguido de una transición de dos años que desembocaría en un gobierno civil. Posición que despierta toda sospecha, pues parece una nueva edición de los manidos anuncios con los cuales los dueños del poder ganan tiempo precisamente para acomodar otra vez las cosas a su favor.

No cabe duda de que la germinación de un régimen con características de mayor democracia, que es lo que desea la gente en la calle, encontrará todavía dificultades, tanto internas como internacionales. Las primeras, derivadas del hecho de que los militares tienen el poder en las manos y pretenden mover sus fichas para quedarse, con la apariencia de un cambio que en realidad no lo será. Las segundas, pues conforme a la arquitectura de las instituciones internacionales, y a los intereses de las grandes potencias, todo parece indicar que estas últimas, mayoritariamente, prefieren que las cosas sigan como estaban. En fin, que todo cambie para que nada vaya a cambiar.

Existe, no obstante, una pequeña luz al otro lado del túnel: militares de alta graduación han expresado su molestia con la corrupción, seguramente de sus compañeros de armas y sus aliados civiles, y por las diferencias sociales crecientes, de las cuales habrán sido beneficiarios. Pero algo es algo. Y han prometido futuras “oportunidades iguales para todos”. También han dicho que la transferencia de poder a los civiles podría darse antes de los dos años, “si las cosas se manejan bien”. Los activistas por la democracia esperan que esto quiera decir lo mismo que ellos piensan.

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