Sobre arte y política

Piedad Bonnett
23 de junio de 2019 - 06:00 a. m.

“Debo confesar que no les presto atención a las opiniones y los conceptos artísticas (sic) de los políticos; y tampoco me merecen credibilidad las opiniones políticas de los artistas. Me parece tan peregrino un Roy Barreras hablando de arte, como una Doris Salcedo hablando de política”. Esta apostilla de Mauricio Botero Caicedo a su columna no merecería una réplica, si no fuera porque mucha gente cree, como él, que los artistas son unas personas que se dedican a plasmar fantasías para entretener o adornar salones, unos seres al margen de toda realidad social y política que la sociedad acepta entre curiosa y condescendiente. Entre los que piensan así se cuentan, desafortunadamente, muchos de nuestros dirigentes.

Resulta imposible –y además pretencioso e ingenuo– explicar en una columna cuál es la función social del arte y la relación de este con la política, pero no resisto hilvanar algunas ideas al respecto, pues este malentendido está en la raíz de la desatención y el desdén que ciertas instancias de poder han mostrado desde siempre por la cultura artística. Comenzaré por lo más obvio: sería ideal que los países estuvieran dirigidos por una clase política culta, de lectores curiosos, sensibilizada por las artes plásticas y la buena música, con un pensamiento forjado en la reflexión que proporcionan la filosofía y la historia. Otro gallo cantaría. Desafortunadamente los políticos con este perfil son escasísimos, una especie en extinción, a pesar de que en el siglo XIX y a principios del XX política y literatura a menudo anduvieron de la mano. No siempre con buenos resultados, hay que decirlo.

Por otro lado, desde sus orígenes el arte ha sido político, en el sentido amplio de esta palabra, que tanto en latín como en griego significa “de, para o relacionado con los ciudadanos”. De acuerdo con eso no hay casi ninguna actividad humana que no sea intrínsecamente política. A través del lenguaje simbólico el arte se ha ocupado siempre, desde los griegos hasta ahora, de interpretar la realidad, de diseccionarla, de plantear dilemas éticos, de representar el dolor, la violencia, las tensiones sociales. Tan político es Shakespeare hablando de los vicios del poder como Cervantes despidiéndose de un mundo heroico, Balzac mostrando los valores de la burguesía, Dickens los horrores de la revolución industrial, García Márquez la masacre de las bananeras o Saramago las entrañas del capitalismo. Pero también Homero y Dante hacen arte político, lo mismo que Goya, Picasso, Obregón y Beatriz González. Y hasta es política la ciencia ficción, que se proyecta al futuro a partir de la realidad social y ética del presente, o Almodóvar en sus películas poco políticamente correctas.

Por supuesto que cuando el arte es mero instrumento de propaganda ideológica puede producir engendros; lo mismo que cuando se pliega al poder, olvidando que su función es provocar, incomodar, generar remezones en la conciencia. Pero que un artista opine de política es perfectamente legítimo. Y que sea parte de la conciencia crítica de su sociedad y su momento es lo que se espera de él. Tal vez Borges tenía razón cuando dijo que “Quienes dicen que el arte no debe propagar doctrinas suelen referirse a doctrinas contrarias a las suyas”.

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