Sobre heroínas y héroes

Beatriz Vanegas Athías
29 de enero de 2019 - 08:00 a. m.

Recuerdo a mi madre levantando sola una casa que se llovía por todos lados y cuyas paredes de boñiga nos protegía del plomo cruzado entre guerrilla y agentes de la policía. Luego la recuerdo corajuda, empuñando su miedo ante la llegada del paramilitar de turno para cobrarle cada quince días una vacuna. La recuerdo también llorar con una de sus comadres cuando ésta le relataba cómo le tocó reclamar el cuerpo hecho pedacitos de su hijo que los paramilitares del Bloque Mojana le devolvieron en una bolsa de basura.

Recuerdo cómo en su tienda en donde imperaba el orden del desorden se sostenían centenares de paisanos: maestros, médicos, vecinos que fiaban a dos y tres meses y ella los aguardaba hasta que tuvieran con qué pagarle y jamás le faltó la sonrisa; y jamás le falló el aguante. Recuerdo las latas de avena Quaker convertidas en alcancía de monedas de quinientos pesos: cada cinco potes llenos representaban la plata para construir una habitación, luego la otra, luego el baño, luego la cocina y así… Mi madre que no necesitó hombre ni amor ni ayuda de politiqueros para ser: era sí, una heroína. Y desde la tienda sostuvo mi educación en pregrado. Y luego se murió de tristeza porque no estaba donde quería estar.

Era ella, sí, una heroína. Como dice el diccionario, una heroína es una persona que se distingue por haber realizado una hazaña extraordinaria, especialmente si requiere mucho valor. Y es extraordinario en un país, en un pueblo asentado en el conservatismo y el cristianismo que es sólo de misa, que una mujer ejerza un cristianismo socialista. Que en la terraza de su casa sean acogidos con igual fervor y frescura la amiga encopetada o la comadre bien llevada que vende bollos de arroz con queso para sobrevivir. Que ambas tenga crédito para fiados eternos en los cuadernos de cuenta.

Y como mi madre, muchos seres en esta Colombia que es eminentemente rural mas no citadina. Heroínas poderosas en la medida que el poder ostentado con clase lo evidencia la urgencia diaria de sobrevivir pero ayudando al otro sin mezquindad. Yo estoy bien en la medida que mi vecindario o quien se acerca a mí también lo esté, parece ser el principio que orienta cada acto. Este arte vital es tan elemental y profundo como escaso en esta Colombia de valores mafiosos y arribistas. Es un arte vital propio de héroes y heroínas como los líderes sociales que ejercen una labor (sin salario) ante el desamparo de las autoridades o lo que es peor, ante la obstaculización de su labor por parte de los gobiernos locales. Cada líder social, cada lideresa al frente de una mesa de víctimas, de una comunidad indígena, desplazada, afrodescendiente o dirigiendo una Junta de Acción Comunal es un héroe y heroína en el sentido etimológico y contextualizado del término.

En este país llevado por los desafueros de un anciano mafioso que gobierna en cuerpo ajeno, hay que recordar hasta la semántica de las acepciones. Porque los estudiantes asesinados por el Eln en la Escuela de Policía General Santander son ante todo víctimas, no héroes. Ellos no habían hecho nada distinto a escoger un camino –el menos indicado- para ir muriendo dizque para tener un futuro. Y eso no es heroicidad, es no tener opciones. Héroes y heroínas, señores del gobierno de la seguridad democrática en su versión recargada, son los que se mueren intentando hacer vivible un país que ustedes se empeñan en condenar a la guerra para sostener sus negocios.

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