Sobre un genocida camandulero

Julio César Londoño
09 de junio de 2018 - 06:00 a. m.

Se repite el drama de cada cuatro años: no encontramos un candidato que interprete el sentimiento nacional, una persona libre de señalamientos jurídicos, cuya competencia no admita discusión, que no esté rodeado de malandros, que tenga un programa sensato y certero. Nunca votamos “por”, siempre lo hacemos “contra”. La tragedia de Colombia es que no encuentra un líder real, solo un poderoso antilíder, adorado por la masa, loco, delirante, ebrio de poder, sediento de venganza, acosado por los fantasmas de sus víctimas, por la “amenaza” de la paz, por los jueces y por sus excompinches, y señalado por los intelectuales, los artistas y las personas de bien.

Petro es una persona que deja dudas. Tiene un programa ambicioso cuya concreción tomaría muchos años. ¿Tendrá un equipo capaz en sus huestes? ¿Soportará el equipo su temperamento? ¿Lo dejará gobernar esa oposición contumaz que es capaz de sabotearlo todo, incluso el sueño de la paz, incluso la administración de un señor salido de las entrañas del establecimiento como es Juan Manuel Santos?

Con todo, reconozco que Petro tiene una propuesta moderna, sensible y plena de imaginación. No lo hará peor que esos genios criollos que aprenden en Harvard cómo mantener nuestros pésimos “Ginis”. Lo único claro es que no votaré por Duque. Duque representaba la facción más cuestionada de la política nacional. Ahora nadie sabe qué representa. Su coalición es un popurrí demasiado “dinámico”, un sainete tragicómico, una escombrera ideológica, una suma de detritus colosal. ¿Cómo pudieron confluir allí Gavira, Ordóñez, Pastrana, Vargas, Uribe, Andrade, Barguil, los pastores y los sicarios? Nadie lo entiende. Parece que el “fenómeno Petro” hizo el milagro. Resultó cierta la vieja sentencia: nada espanta tanto a los bárbaros como las ideas.

No apoyo a Duque por respeto al dolor de las madres de los miles de “falsos positivos” (perdón por utilizar este fétido eufemismo), por los millones de víctimas del paramilitarismo, por los millones de desplazados, por los millones de hectáreas usurpadas (más de dos millones, un área comparable al departamento del Valle). Sí, la responsabilidad del holocausto paramilitar no es exclusiva de Uribe, pero no es un misterio que él ha sido su principal instigador.

No votaré por el testaferro de un sujeto que llama “hijueputas” a los magistrados, que odia a la prensa y considera terroristas a las ONG, que volverá a aislarnos de nuestros vecinos en la región y le declarará la guerra a Venezuela, desafío que el sátrapa Maduro aceptará encantado (recordemos que Uribe dijo en 2011 que no hizo esta guerra porque “le faltó tiempo”).

No votaré por una facción que tiene la posibilidad y las ganas de capturar los tres poderes, a imagen y semejanza del régimen venezolano.

No votaré por esta mezcolanza política que le apunta al corazón del Acuerdo de Paz porque sus líderes están convencidos de que el verdadero camino de la paz exige prolongar la fiesta de la guerra otros 50 años, esa orgía de sangre donde soldados pobres se matan con guerrilleros pobres y con guerreros paramilitares pobres.

No votaré por un testaferro que deberá responder todos los días, ante el país y ante el mundo, por las 300 investigaciones que se adelantan contra su patrón.

No votaré por este colectivo conformado por la suma de todas nuestras más grandes nulidades.

No votaré por un candidato que representa a un sujeto sub judice, cuya popularidad es directamente proporcional al número de procesos que le abre la Justicia.

No voy a respaldar el proyecto político, llamémoslo así, de un genocida que vive dando lecciones de moral.

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