La pandemia del COVID-19, la peor que hemos conocido los actuales habitantes de la Tierra, es una prueba de fuerza para el mundo globalizado que nos hemos inventado.
Para empezar, nos obliga a pensar en los otros. Uno puede estar infectado sin saberlo, y si sale a restaurantes y centros comerciales, se sube a buses y aviones, va dejando una estela infecciosa detrás que puede enfermar a miles. Si uno no está infectado puede contraer el virus, salirle caro al sistema y contagiar a la familia. Es mejor quedarse en casa, cocinar y teletrabajar o teleestudiar. Esto requiere conciencia solidaria.
Segundo, nos obliga a contar con sistemas de solidaridad social. Por las exigencias de contención del Covid-19, si no protegemos a la gente, la siguiente epidemia será de desempleo y miseria. La autocuarentena deja centros comerciales, restaurantes y fábricas desiertos, y millones de trabajos de obreros, cosechadoras, meseros, camioneras, que mueven las calderas de las economías mundiales, en vilo.
Son precisamente esos programas sociales y normas laborales protectoras desarrollados por la Unión Europea, tan criticados por la imperante derecha por sus costos, los que hoy “le pueden servir a Europa de vacuna poderosa contra el tan temido resultado económico del virus: la recesión”, escribió en estos días Liz Alderman en The New York Times. Aun así están debatiendo cómo limitar los despidos masivos a consecuencia del virus.
Estados Unidos, en cambio, está apreciando la dimensión trágica del “sálvese quien pueda”. Sin seguro médico universal, ni de desempleo, enfermos y despedidos quedan sin protección. Norwegian ya echó a la mitad de sus empleados, 145 conductores del puerto de Los Ángeles se quedaron cesantes y en el aeropuerto JFK muchos taxistas temen la quiebra, esperando por horas algún cliente.
Los congresistas demócratas intentaron crear un pago de 14 días de sueldo para los despedidos y un crédito impositivo para los pequeños comercios, pero los republicanos se opusieron férreamente. Finalmente, tranzaron por una mínima ayuda: pago para los enfermos y para quienes los cuiden, y acceso gratuito a la prueba para determinar si se tiene la enfermedad.
En Emiratos Árabes, en China y en otros países han anunciado paquetes para proteger a los damnificados económicos de la pandemia. ¿Estará el famosamente empático Carrasquilla pensando cómo salvar pequeños negocios y dar una mano a empleados colombianos que despidan por la cuarentena general que no se sabe cuánto va a durar?
Por último, en un mundo tan intricado, donde literalmente el estornudo de una gallina en China termina enfermando a media humanidad, tenemos que aprender a resolver problemas graves juntos, por encima de ideologías. Y de ahí la importancia de la calidad ética y la sabiduría de los líderes que escojamos (donde aún podemos hacerlo).
Hemos visto en esta crisis a gobernantes livianos que subestimaron el mal con chistes flojos, cínicos que tapan cifras y un mago que ordena por decreto “el cierre de todos los pasos con Venezuela”, como si los virus solo se transmitieran por los puestos de Migración Colombia y no pasaran por las 7.000 trochas informales en nuestra larga frontera común. Un mandatario sabio estaría ya trabajando codo a codo con los venezolanos, pues su sistema de salud pública está en ruinas; solo ayudándoles podremos proteger también a los colombianos.
No sabemos cómo saldremos de la pandemia, pero quizá nos haga entender que la solidaridad es el valor contemporáneo. Nuestra suerte está atada a la de los otros habitantes como nunca antes y no hay más salida que medir las consecuencias de los actos personales, exigir sistemas sociales responsables y elegir a gobernantes sesudos y valientes que realmente entiendan en qué mundo viven.