Solidaridades confinadas

Jaime Arocha
28 de abril de 2020 - 05:00 a. m.

Leer sobre el Afropacífico lleva a imaginar una bomba de tiempo por estallar. Además de la escasez de médicos, enfermeras y cementerios, los sistemas tradicionales de producción enfrentan deterioros inéditos y está en riesgo el cemento que aglutina en troncos solidarios a las familias extendidas. Por si fuera poco, la mendicidad institucionalizada desde que el primer gobierno de Uribe introdujo Familias en Acción mina autonomías que hoy ayudarían a poner en marcha el tipo de soluciones creativas que —con independencia del Estado— por años la gente de la región puso en marcha. Por medio de inventivas autónomas les hicieron frente a las incertidumbres que han caracterizado a esa región, como a ninguna otra: terremotos, tsunamis, incendios, inundaciones, auges y caídas de las economías extractivas de peces y mariscos, maderas, oro, platino, tagua, caucho y coca.

En el Chocó, al inicio del nuevo milenio, a medida que se imponían los cultivos de coca y se afincaban los grupos armados, irrumpió una crisis silenciosa que involucró identidades afrochocoanas a través de cambios drásticos en los gustos y consistencias de plátanos y bananos. A las variedades acostumbradas las comenzaron a reemplazar las de producción abaratada por los agroquímicos que se han aplicado en Urabá, además de las que llegaban desde el eje cafetero por la carretera que había comenzado a comunicar a Puerto Meluk con Istmina. A la añoranza por los sabores y texturas que tenían las variedades de toda la vida, se le sumaba el hastío que producían los peligros cotidianos por el cultivo impuesto de la hoja de coca.

Así cuando el proceso de paz con las Farc tomó forma y fue posible imaginarse libres de los cultivos de uso ilícito, la gente afro del Atrato, San Juan y Baudó revivió la “socola” y las “manchas” de los abuelos. Este último término destaca las características de los plátanos y bananos ancestrales y el segundo es el nombre que en el Baudó le dan al sistema de cultivo basado en talas parciales de la selva, en la preservación de semillas de los árboles derribados para su recuperación futura, en el amparo de los hongos que se extienden por el piso, en asociar la siembra de manchas de hartón y dominico con otros cultivos, para que salgan de las fincas a lo largo de todo el año con la producción diversa de frutales, arroz, maíz y tubérculos. Esa socola parece diseñada siguiendo un manual con las leyes de la evolución, y es inseparable de la solidaridad instituida por los troncos, como se nombran esos ramajes de familias extendidas a las cuales uno siempre pertenecerá, así no habite dentro del territorio de su jurisdicción. Inclusive ese derecho consuetudinario ha moldeado la incorporación de familias desplazadas por la violencia en aquellas áreas urbanas donde hay asentados miembros de un tronco.

Sin embargo, esa socola y los “saberes del monte” que la han perpetuado hoy enfrentan el descalabro ambiental que han acarreado las retroexcavadoras. A diferencia de las enormes dragas que las compañías mineras multinacionales de los años de 1920 y 30 instalaron en los lechos de los grandes ríos, las “retros” si pudieron penetrar las cuencas altas para arrasar con los bosques ribereños y hacer excavaciones hasta de 20 metros de profundidad, cuyas rocas y aguas residuales retardarán por decenas de años la recuperación vegetal. La otra fuerza aniquiladora consiste en la fumigación aérea, porque a diferencia de quienes instalan verdaderas plantaciones, los campesinos negros incluyeron a la hoja de coca dentro de la socola, y el fumigo no estableció distingos entre la planta demonizada y arroz o borojó.

Afectados por el cataclismo ambiental de sus territorios selváticos, a los portadores de los saberes del monte, los han rescatado las remesas que remiten los miembros del mismo tronco asentados en comunas de poblamiento afro, como las del Distrito de Aguablanca en Cali. Infortunadamente, hoy la cuarentena viene a poner en riesgo ese equilibrio económico entre ciudad y aldea ribereña. Urgen soluciones para quienes remiten las remesas. Pertenecen al sector informal hoy paralizado por el aislamiento forzoso.

Esta reflexión nació del seminario virtual que hizo el Grupo de Estudios Afrocolombianos de la Universidad Nacional el pasado 24 de abril, con ocasión de que una de sus afiliadas, la candidata a doctorado de la Universidad de Berkeley Ángela Castillo Ardila, publicara su libro “La minería del oro en la selva” (Sebastián Rubiano, coautor, Ediciones Uniandes).

* Profesor de antropología, Universidad Externado de Colombia.

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