Solo tres muertos, por favor

Julio César Londoño
02 de septiembre de 2017 - 02:00 a. m.

Aunque usted no lo crea, cursa un proyecto de ley que prohíbe el establecimiento de organizaciones armadas en el territorio nacional distintas al Ejército y la Policía. Es decir que quedarán proscritos los paracos, los guerrillos y las bacrim. La ley apunta, claro, a los paracos, porque la acción guerrillera esta proscrita hace décadas como un crimen de insurgencia, y las bacrim porque son delincuencia común.

Si hay que prohibir el paramilitarismo es porque está permitido. En efecto, siempre lo ha estado. Es una institución antiquísima. Y admirada.

El Decreto 3398, firmado por Guillermo León Valencia en 1965, facultaba al Gobierno para emplear civiles en sus operaciones y ampararles la utilización de armas de uso privativo de las FF. AA. Carlos Lleras Restrepo confirmó el decreto con un argumento piadoso que haría carrera: las comunidades tienen derecho a defenderse de la amenaza guerrillera. El decreto buscaba proteger, en concreto, a los ganaderos, hacendados y comerciantes, gremios que, todo hay que decirlo, eran extorsionados por los santones de la guerrilla. Como hoy.

En 1989 Virgilio Barco expidió el Decreto 813 para combatir “grupos de justicia privada, sicarios y escuadrones de la muerte, mal llamados paramilitares”. La Corte Suprema de Justicia declaró inexequible la norma que autorizaba la entrega de armas a civiles con un argumento universal claro: el Estado debía conservar el monopolio del uso de las armas. Sin embargo, como Colombia es varios países, el mismo año el presidente de la Federación de Ganaderos del Magdalena, Iván Roberto Duque, conocido luego como “Ernesto Báez”, presentó en sociedad su proyecto político Morena, Movimiento de Restauración Nacional.

El Decreto 356, firmado por César Gaviria y Rafael Pardo en 1994, sirvió de plataforma legal para la creación de las cooperativas de seguridad, que serían reglamentadas por Ernesto Samper. En su pragmático y azaroso periodo, el Congreso no discutía la moralidad de las cooperativas, sino el calibre de las armas que los paramilitares podían usar.

En el 2001, administración Pastrana, el paramilitarismo ya era un movimiento de ínfulas épicas cuyo fin era refundar la patria tomándose las alcaldías, los concejos y el Congreso. Y lo lograron en el 2002, cuando alcanzaron el 30 % de las curules del Congreso y, dicen algunos, la Presidencia de la República. Al igual que sus antecesores, Uribe jugó a tres bandas: discursos públicos contra los paramilitares y acuerdos privados. Su tercera banda, declarar la sedición paramilitar un delito político, fue tumbada por la Corte Constitucional y originó la crisis que terminó con la extradición de 14 jefes paramilitares en mayo de 2008.

Lo que ha seguido, el capítulo bacrim, es confuso. Terminaron las masacres y mermó la complicidad del Gobierno, las FF.AA y la sociedad con los grupos paramilitares, pero es ingenuo suponer que estos vínculos están rotos completamente o que la pesadilla paramilitar está superada.

Los detractores de la prohibición expresa del paramilitarismo alegan que conlleva la aceptación pública y tácita de la complicidad del Estado y, de paso, la validación retroactiva de sus acciones y el riesgo de que se entablen millonarias demandas de reparación contra el Estado. Además, la formulación de las leyes sería embarazosa. Habría que escribir, por ejemplo: Prohíbese a partir de la fecha motoserrar más de tres parroquianos, y jugar fútbol con sus cabezas, en todo el territorio nacional.

Nota: el fino detalle de limitar a tres “el número de personas ajusticiadas en un mismo lugar” se le debe a Salvatore Mancuso y es de carácter técnico: cuatro o más muertos configuran una masacre.

 

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