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Sombras nada más

Vanessa Rosales A.
18 de septiembre de 2020 - 05:00 a. m.

El deporte también es un performance y no escapa de la estética. Como la moda, escribía el crítico Guy Trebay, el deporte es una esfera que posee el perenne rasgo atractivo de estar poblado por personas de apariencias notables, haciendo cosas legibles sin la ayuda de las palabras. En su teorización sobre lo Caribe (o la caribeñidad) Antonio Benítez Rojo hablaba sobre la actuación. La evocaba como un término adepto para describir la cultura caribeña, no sólo en términos de representación escénica, sino también como un sentido de aventurada improvisación, un tipo de lúdica “que se dirige hacia un público en busca de una catarsis carnavalesca”. Ha brotado en mi interior esa consideración del escritor cubano al mirar con animado regocijo el documental The Last Dance, sobre la colosal presencia de Michael Jordan en los Chicago Bulls, en los noventa.

Jordan es en sí un espectáculo. El cuerpo oscuro y fornido desplegando su habilidad deslumbrante. La tenacidad detrás de esa actuación extraordinaria, colmada de momentos exaltantes, de movidas inesperadas, pero también de cálculos adquiridos por la inextinguible persistencia de un apetito incisivo y puntual: obtener victoria. Elevar. Esta es una de las marcas más relampagueantes de su temperamento – esa inquebrantable, asidua, feroz, determinada voluntad por ganar. El documental destila una corriente eléctrica bellamente cimentada sobre algunas cosas que han sido codificadas como masculinas también: la fuerza física que entrena y resiste, la competitividad exacerbada, el triunfo y sus formas de poder, los índices conspicuos de avance económico, la firmeza arisca, el objetivo y no la emoción. La disposición de ser, avasalladoramente, el mejor. Reinar, acaparar el campo de acción. Y lo que también hay de bello en eso.

El fondo de esto: un espectro nutrido de imágenes. El equipo de cámaras obtuvo acceso interno a los míticos Bulls durante varios años. Son los 90, lo que significa que la televisión es predominante en la subjetividad posmoderna. La televisión llena justamente la subjetividad de la época con sus posibilidades simultáneas y paralelas. (En Colombia la televisión por cable amplió el espectro de lo imaginable, la televisión sembró esa atmósfera ya habitual hoy, donde una subjetividad anclada en un lugar preciso empezó a tener acceso a otros lugares simultáneos). Y ésta predomina a través de una temporalidad particular, donde lo televisado en vivo implicaba todavía una realidad visual donde había órdenes narrativos, donde la dimensión de las imágenes no se esparcía aún al dominio extenso y oceánico que es Internet, con su capacidad para romper constricciones narrativas, espaciales y temporales. Jordan ostentaba ese nivel de celebridad, una fama tan resoluta que demostró destellos de lo que sería habitar un mundo globalizado. En esos noventa, como en la moda, en el deporte se consolidaba también un tipo de celebridad hiperbólica y encumbrada. Es el tiempo de las supermodelos, de las superestrellas elevadas a nuevas escalas. El baloncesto estadounidense era también toda esa gestualidad televisada. Jordan su punto álgido. Su estrella suprema. Un performer extraordinario. Inefable, casi.

Pero el triunfo de Jordan era el del trabajador también. Solidificó sus talentos a través de la práctica y el fervor. Y el documental registra justamente algunos aspectos otrora impenetrables de la leyenda – su dureza, los modos tiránicos y ásperos con sus compañeros. Una forma de obstinación que no puede menos que estar poblada también por puntos ciegos y relieves. Su autoexigencia, su fuerza mental, sus dones atléticos, eran esparcidos como una reclamación implacable hacia sus colegas – destilaba sorna, era arisco, arañaba con su inclemencia, les incentivaba también a superarse a sí mismos, a añorar la victoria, y lo hacía muchas veces con una ofuscadora brusquedad. Se excedía tornándose hiriente.

Desde cierto ángulo aquello podría mirarse cómo la proyección de una actitud interna, el relieve sombrío detrás de esa excelencia, esa extraordinaria habilidad, ese despliegue espectacular colmado de improvisaciones y hazañas prodigiosas. Pero otras lecturas verían cómo aquel empuje sin blandura movilizó, además, la sinergia y voluntad colectiva para hacer de los Bulls un equipo y organización centelleantes en la NBA de los 90. ¿No entraña acaso toda grandeza alguna fragilidad? La turbiedad de una figura tan colosal. Qué implica ese apetito por la excelencia, esa singular tenacidad, ese esquema mental que en su unicidad dio vida precisamente al tipo de figura que fue Jordan – como en otros momentos pudieron ser Babe Ruth y Muhammad Ali. Presencias titánicas, estelas icónicas, individuos históricos. Qué implica y qué costo tiene también ese grado de tenacidad. Ese grado de espectacularidad. Esa unicidad.

Porque toda luminosidad entraña sombra necesariamente. El juicio binario, la deshumanización que suele acarrear la mirada hacia la celebridad nos impulsan constantemente a olvidarlo. Qué esperamos de los ídolos. Cómo percibirlos cuando erran. Y si deslizan en la materia de su propia viscosidad, de la oscuridad que coexiste en la luz de todo lo que representan, cómo comprenderlos. En Jordan, la arrogancia del triunfo, la vanidad ante el prospecto de perder, en todos, ese borde que existe en cada parcela de humanidad, allí donde la luz y la sombra se tocan y se bordean.

Esa oscuridad nos hace humanos en la medida en que nos atraviesa. Al evocar la idea de la sombra no se pretende, por supuesto, ninguna forma de indulgencia con discursos malévolos, narrativas del odio, regímenes infames, políticas destructoras. La sombra remite a la fragilidad. La sombra es la duna que nos habita, la contraportada de nuestra luminiscencia, la inescapable dualidad. Y en el intersticio, toda las gamas, las rendijas, los matices. La textura de ese caos. La escarpada humanidad. Los claroscuros

Hannah Arendt, por ejemplo, la inclasificable pensadora que sostuvo una profusa creación en el campo de la teoría política, es descrita por Máriam Martínez-Bascuán en El País, como alguien que encaró la complejidad “con el coraje y la prudencia del pensador que los mira de frente y analiza desde la distancia con el filtro de la reflexión”. Vivian Gornick escribe sobre Arendt también, y señala la irracionalidad que reluce en su apego hacia Martin Heidegger. “La pregunta es formulada, cómo pudo ella – preocupada como estaba con la vida ética – no sólo seguir amando a un hombre que había sido un Nazi, sino ir más lejos, en los sesenta, para argumentar sobre papel que él no había sabido reamente lo que estaba haciendo, que era él un inocente político?” Para Gornick, ese apego es, en esencia, la parábola de una añoranza por la trascendencia. Allí el relieve, un rastro de sombra que a veces, también, asume la forma nítida de una contrariedad. El apetito por trascendencia entraña un punto ciego, un desliz, una duna, una cavidad. Suele ser así en cada singularidad. En mi mente circula además el fantasma de Simone de Beauvoir, sus propias sombras, algunas ligadas ineludiblemente a su apego longevo con Jean Paul Sartre.

La escritora y maestra certificada del Kundalini Research Institute, mi amiga, Ana Trujillo, escribió sobre las sombras del maestro Yogi Bajhan cuando circularon informaciones sistemáticas de sus prácticas abusivas. Los aspectos disonantes de su personalidad, analiza, eran índices de las sombras que en él se mecían. El texto pregunta por las lecturas que hacemos ante el lado oscuro de la vida, y consigna: “uno de los mayores desafíos a las eras de transición es aprender a sostener las paradojas. Nuestra mente funciona mejor por contraste, tendemos naturalmente a los blancos y los negros, pero sabemos que la vida, múltiple, compleja y vasta es inabarcable, irreductible a unas máximas absolutas o suficientes”.

La espectacularidad en la actuación de Michael Jordan desató la intención de escribir sobre la fragilidad y la fuerza. La claridad y el oscurecimiento. Porque en últimas, esa oscilación, ese discernimiento rondan esta pluma, la habitación, la soledad trabajadora, la expedición interna. En aquello de ser humana, la sombra que, en la luz, nos atraviesa.

Vanessarosales.a@gmail.com

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Amadeo(14786)19 de septiembre de 2020 - 03:26 a. m.
Vanessa sigues con la pretensión de mostar una elaborada y exuberante erudición que, en el fondo, no es sino una colección de lecturas parciales que, por no tener un hilo conductor, termina en un texto largo con poco fondo. Esta vez sólo repetiste subjetividad tres veces
Jaime(gvx13)19 de septiembre de 2020 - 02:49 a. m.
Esta vieja farsante, siempre escribiendo payasadas. La verdad es que los que la conocemos de verdad (porque sí, desfortunadamente alguna vez nos topamos en su camino, muy a nuiestro pesar) sabemos que está llena de mentiras, es una resentida que vive en su propio mundo de auto-idolatría. Remuevan a esta "colaboradora" que vive pensando sólo en su propia fantasía. Al carajo, Rosales de pacotilla.
Atenas(06773)18 de septiembre de 2020 - 01:27 p. m.
No descreo del interés y gusto de los asuntos q' en luengos escritos se derrama Vanessa, y hoy sobre la plasticidad del admirable M.Jordan y muchos vericuetos mentales más, mas si queda la sensacion de q' se deleita y lo hace como pa demostrarse mucha ilustración en tan prolificos textos q' mañana serán un periodico de ayer.
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