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Sombreros altos de forma

Umberto Eco
14 de noviembre de 2007 - 10:59 p. m.

Acabo de volver de berlín, de un congreso (en realidad, se celebraban los primeros diez años de vida) del Fondo Alemán de Traductores (Deutscher Übersetzerfonds), una organización que alienta, ayuda y defiende el trabajo de los traductores, además de promover encuentros y mesas redondas de alto nivel cultural, como el encuentro en el que yo participaba. La importancia que los alemanes le dan a una organización de ese tipo la testimoniaba la presencia del Presidente de la República Federal.

Desde hace diez años se ha despertado la atención hacia el fenómeno de la traducción y prueba de ello es el nacimiento de centros universitarios y de revistas para el estudio de la traducción. Los motivos son muchos, pero quizá el primero es que, aunque sigamos previendo que un día todos hablarán únicamente inglés, el hecho es que nunca como hoy en día, lenguas distintas están obligadas a confrontarse: pensemos en el número de intérpretes simultáneos necesarios para las reuniones del Parlamento Europeo o en el hecho de que muchas ciudades estadounidenses ya son bilingües, con indicaciones de distintos tipos en español.

Una de las batallas que los traductores libran desde hace años ha sido la de que figure su nombre en la cubierta (no como coautor, pero al menos como mediador fundamental) y no, relegado en carácter menor, en esa contrapágina del principio que hoy llamamos impropiamente colofón. Diría que es una batalla que se ha ganado, por lo menos por parte de los mayores editores, pero todavía el otro día alguien se quejaba de que el uso se ha generalizado para las traducciones literarias pero no para las de ensayo, como si traducir un ensayo filosófico a menudo no resultara más complicado que traducir una novela de amor. Me parece que también para el ensayo, el respeto hacia el traductor se ha afirmado, pero si alguien se queja quiere decir que todavía hay quienes se extralimitan.

A muchos el asunto podrá parecerles inverosímil, pero les aseguro que la gran mayoría de los lectores, incluso cuando saben que están leyendo un libro de un extranjero, no se dan cuenta de que está traducido. Es un fenómeno psicológico bastante complejo, que yo noto cuando me hallo en un país extranjero en el que se ha traducido algún libro mío: a veces se me acercan personas que me hablan en su lengua y se quedan asombradas de que yo no les entienda; se asombran porque me han leído en su lengua y pensaban, por consiguiente, que era yo el que “hablaba” de esa manera.

Dura y paradójica fatiga es, pues, la del traductor, el cual debería hacer todo lo posible para hacerse invisible, como si se instaurara un diálogo directo entre lector y autor original. Y con todo, el traductor quisiera (justamente) que esta invisibilidad se premiara con una cierta visibilidad. Es curioso que el éxito del traductor consiste precisamente en lograr la invisibilidad: sólo en los libros mal traducidos se advierte que en la lengua de llegada se producen extrañezas, giros de palabras duros, incluso se leen cosas inverosímiles. El lector ingenuo encuentra que el libro es simplemente arduo de leer, el lector avisado se huele en seguida un error de traducción, e incluso a partir del error es capaz de adivinar lo que decía el texto original.

Recientemente, en un ensayo cuyo título no digo (traducido del francés), he leído que uno llevaba un sombrero “alto de forma”. Esta expresión, además de insólita, no dice nada: ¿qué es un sombrero alto de forma? ¿Un cucurucho tipo Merlín el Encantador, un turbante de eunuco del Serrallo, un sombrerajo a lo Cyrano de Bergerac con penacho incorporado? En realidad, en francés, un sombrero haut-de-forme es un sombrero de copa, una chistera. Puesto que un sombrero alto de forma no quiere decir nada, el traductor debería haber abrigado alguna duda, y le hubiera bastado abrir un diccionario. ¿Por qué no lo ha hecho (y aviso inmediatamente que en ese libro he encontrado otras amenidades por el estilo)? Porque tenía mucha prisa o porque era el habitual profesor deshonesto que había hecho trabajar gratis al estudiante más estúpido (estúpido porque traduce mal y estúpido porque se deja explotar).

Y he aquí otro argumento central en todo congreso de traductores: los precios. Hay países donde un traductor recibe un porcentaje sobre los derechos (y, por lo tanto, está personalmente interesado en el éxito del libro) o, en cualquier caso, se le paga tanto que le puede dedicar a una traducción dos o tres años. Y hay otros países en los que se pagan sumas tan miserables que el traductor debe traducir varios libros al año, por lo que es natural que se los despache cuanto antes. A menudo, como los precios son bajos, se encarga el trabajo a quienes lo hacen para sobrellevar un momento difícil. Gracias a mi trabajo de años en una editorial, he observado que se proponían como traductoras muchísimas señoras recién divorciadas.

Emergen de la muchedumbre sólo los traductores que lo hacen por amor, que lo harían incluso gratis, y los hay. Pero me parece pretender demasiado que para hacer bien un oficio, uno tenga que ser rico de familia.

*Novelista y semiólogo italiano.c.2007 Umberto Eco/L’Espresso

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