Somos cómplices

María Paula Saffon
26 de julio de 2018 - 04:55 a. m.

Por María Paula Saffon

Me senté a trabajar esta mañana, pero no pude. No puedo parar de pensar en los asesinatos de líderes y lideresas sociales, cada día más frecuentes, y casi por completo impunes. Seguir trabajando con ellos en la mente es una forma de complicidad. Que la vida de la mayoría, pero en especial de las minorías privilegiadas, siga como si nada pasara es lo que hace posibles esos asesinatos. Los asesinatos no les duelen lo suficiente a las personas que pueden pararlos. Y por eso esas personas continúan con su vida, algunas indignadas a ratos, pero todas la mayor parte del tiempo olvidando lo que sucede.

Ese olvido no solo es altamente funcional para la comisión de los crímenes. También puede considerarse una causa importante de ellos. Sabemos bien ya que, a pesar de tener perpetradores distintos y de no obedecer a un plan centralizado, los asesinatos de líderes y lideresas obedecen a un patrón claro: sus blancos son personas que defienden causas que tienen el potencial de cambiar el statu quo de la distribución del poder y los recursos a nivel local. De ese statu quo se benefician élites locales, legales e ilegales, cuyo apoyo o aquiescencia es fundamental para que las élites nacionales ganen elecciones y extraigan ganancias de las actividades económicas. Por eso no parece casual que los esfuerzos de protección de las potenciales víctimas y de esclarecimiento de los crímenes sean tan magros.

Cada vez es más evidente que las instituciones colombianas son débiles en las regiones no solo por falta de capacidad, sino sobre todo por falta de voluntad de las élites. La capacidad de las instituciones estatales se exhibe a plenitud cuando a las élites les conviene. Ello explica que tengamos uno de los ejércitos con más recursos y mayor profesionalización del mundo, que los arrestos, investigaciones y juicios sean céleres cuando hay víctimas poderosas. También explica que, al mismo tiempo, ese ejército no logre combatir eficazmente a los miembros de las bandas criminales, que la Unidad de Protección no dé abasto con las solicitudes que le hacen, que la Fiscalía no logre identificar a ningún perpetrador intelectual de los asesinatos de líderes y lideresas, y que incluso aprehender a los autores materiales le cueste a la policía.

Aunque la superación de esas debilidades institucionales no es tarea sencilla, ello no parece ser óbice cuando los intereses en juego son lo suficientemente importantes. El problema es, justamente, que hasta el momento no lo han sido. A pesar de que haya casi un muerto al día, las élites políticas hacen caso omiso de los llamados de analistas a hacer un pacto amplio en contra de los asesinatos, y las actividades rutinarias de la sociedad continúan como si nada sucediera.

Como la fortaleza institucional depende en buena medida de la voluntad política, y como esa voluntad es aparentemente escasa frente a los crímenes contra líderes y lideresas, la única manera de lograr su prevención y esclarecimiento parece ser la presión de la sociedad civil. Solo con una presión fuerte, constante y organizada, que incomode a las élites políticas y económicas nacionales hasta el punto de que les impida seguir con sus actividades y ganancias como si nada sucediera, podemos parar esta matazón.

Como lo hemos empezado a comprender, la presión no puede provenir única ni principalmente de las zonas en donde más amenazas hay, pues ello solo aumenta la vulnerabilidad y, al parecer, no les importa a las élites lo suficiente. Las protestas son más eficaces cuando se hacen en los centros de poder y son masivas. Por ello sorprenden las voces que instan a no politizar el asunto, cuando la única posibilidad de hacerlo relevante es volverlo un asunto político, esto es, un tema que a todos atañe.

Ahora bien, a pesar de la importancia simbólica de las protestas esporádicas, estas resultan insuficientes, pues permiten que las actividades rutinarias de la sociedad continúen (muestra de ello es que, tras la marcha del viernes, ha habido ya cuatro asesinatos más). Ello no quiere decir que tengamos que tomarnos a diario las calles (aunque ¡qué bueno sería que lográramos al menos por un día entero bloquear las actividades de los políticos!).

En este mundo contemporáneo, existen enormes oportunidades de sabotaje desde nuestros lugares de trabajo: exponiendo y avergonzando públicamente a través de redes sociales a quienes no se pronuncian en contra de los asesinatos (por ejemplo, a los políticos y empresarios que no marcharon), negándonos a hacer transacciones y a establecer relaciones de cualquier tipo con esas personas y sus instituciones, haciendo redes transnacionales de alerta y denuncia de las amenazas a líderes y organizaciones, impulsando sanciones económicas internacionales contra las empresas e instituciones públicas que no actúan eficazmente contra el problema, etc.

Nada de esto es tan fútil como parece. Recordemos que regímenes muy difíciles de desmontar como el apartheid sudafricano y la dictadura argentina cedieron a la presión de la sociedad civil nacional e internacional. Acá se propone algo harto más sencillo: detener las muertes políticas que se han desencadenado en medio de un proceso de paz.

Pero, además, esta parece ser la única alternativa que tenemos para no ser cómplices diarios de la tragedia que ocurre en Colombia. Ni un muerto más tiene que convertirse no solo en el grito de marchas ocasionales, sino en el reclamo constante de un paro general.

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