Hace poco vi en Twitter una foto de la biblioteca de una pareja; en el mensaje contaban la extenuante felicidad que les produjo poner en orden sus libros, una tarea que en ocasiones es tan difícil como poner en su sitio la vida misma. Amplié la imagen y la repasé con curiosidad; poco a poco fui encontrando ediciones de autores que también están en mi biblioteca o libros que con solo mirarlos saltan de la memoria a los labios. Comencé a nombrar autores como si enfrente tuviera los estantes: “Chimamanda, Bolaño, Poe, García Márquez”.
Resulta increíble lo que una biblioteca puede decir sobre una persona, incluso aquellas que se van armando a través de lecturas aleatorias. Entre una prolongada fila de libros es posible descifrar pasajes que habíamos olvidado de nuestra vida: viejos amores, la tensión antes de tomar un avión o la espera en un café al que jamás volvimos. Así, resulta inevitable detenerse en una sección y no encontrarse reflejado entre los lomos de los libros, pues más que una composición de nuestras lecturas, las bibliotecas personales son un espejo que mira hacia dentro de lo que somos.
Ahí están alineadas nuestras obsesiones más recurrentes: los temas que perseguimos durante años o el intento por tener la obra completa de un autor. Conozco a bibliófilos que atesoran una y otra vez un mismo libro, compran nuevas ediciones de una misma obra como si estuvieran renovando un amor que es para siempre. Ese libro que se duplica como un eco no está repetido, pues toda relectura es, simultáneamente, un reencuentro y un descubrimiento. Lo primero ocurre en relación con nuestro pasado y lo segundo con la obra.
Entre la enfermedad y la escritura, Roberto Bolaño se quedaba mirando su biblioteca y descubría que había autores y libros que necesitaba; como si se trataran de viejas amistades, pedía que se los trajeran. Era una forma de sentirse seguro y acompañado, voces que jamás leería, pero deseaba sentir cerca.
Pero una biblioteca no es solo la suma de nuestras preguntas y de nuestras obsesiones, también es una extensión de nuestras amistades. Uno repasa los estantes y, como si se tratara de un álbum de fotos, poco a poco van apareciendo rostros de personas queridas que han sabido darles sentido a nuestras lecturas. No siempre son libros regalados, sino lecturas recomendadas que buscamos tratando de consolidar un vínculo que se fortalece a través de las palabras. En mi caso podría dedicar un estante a Renson y ahí ubicaría a García Márquez, a Faulkner y a Ribeyro; en la sección de Felipe estarían Fernando del Paso, Towles y Ponce de León; a Diana y a Jorge tendría que destinarles un módulo completo, pues gran parte de mi biblioteca es una conversación que iniciamos hace quince años.
Antes me gustaba visitar a mis amigos en sus casas y detenerme frente a sus bibliotecas para comprender, a través de sus nuevas lecturas, los cambios en sus vidas. Ahora resulta más difícil, a veces nos mandamos fragmentos de libros o nos actualizamos en nuestras lecturas, pero se ha perdido esa visión panorámica que suelen dar las bibliotecas. Sin embargo, en estos meses he descubierto un nuevo pasatiempo: jugar a descifrar desconocidos por las fotos que suben de sus libros en redes sociales.