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Soplos de guerra

Arlene B. Tickner
04 de noviembre de 2009 - 03:57 a. m.

Es probable que Colombia y Venezuela nunca hayan estado tan cerca de una confrontación violenta como están ahora, lo cual no significa que va a haber una guerra.

Pero que corren preocupantes soplos bélicos no hay duda. No es la primera vez que los dos países se encuentran en este dilema. Aunque sus malas relaciones suelen asociarse con los gobiernos de Hugo Chávez y Álvaro Uribe, en realidad éstas han atravesado coyunturas recurrentes de tensión y crisis, apenas naturales considerando la extensa frontera así como la amplia y compleja agenda bilateral que comparten.

La más grave, antes de la actual, estalló en agosto de 1987. En medio de crecientes tensiones por la disputa limítrofe, recriminaciones públicas mutuas y rumores de una carrera armamentista, la corbeta Caldas se encontró en el Golfo de Venezuela con un buque de ese país. Además de enviar aviones de guerra a sobrevolar la nave colombiana, el gobierno vecino protestó enérgicamente su ingreso a aguas venezolanas. El incidente terminó cuando el gobierno de Colombia ordenó el retiro de Caldas, en reconocimiento no sólo de su inferioridad militar sino de la necesidad de encontrar una salida diplomática al conflicto, el cual puso a los dos países al borde de un enfrentamiento armado.

Lo que distingue la coyuntura actual de la anterior no son solamente las diferencias ideológicas entre Uribe y Chávez, ni el uso de la relación bilateral para fines políticos domésticos, factores ambos que han agravado los niveles existentes de desafecto y desconfianza. Más significativo aún, los mecanismos existentes para manejar el conflicto endémico entre Colombia y Venezuela, creados en su mayoría después de 1987, se han vuelto inoperantes. En gran medida, ello se debe a la severa desinstitucionalización que han sufrido los dispositivos diplomáticos de ambos países, así como la personalización de sus respectivas políticas exteriores. Por otra parte, el pragmatismo, que hasta hace poco permitía solventar las disputas bilaterales más agudas —incluso entre Uribe y Chávez (como ocurrió en el caso de la captura extraterritorial de Rodrigo Granda en Venezuela)— se ha ido evaporando. La estrangulación progresiva del comercio bilateral, hasta ahora el principal garante de la no guerra y la mejor prueba de la voluntad política de ambos mandatarios de administrar sus diferencias, constituye una de las señales más preocupantes de ello.

Además de estos ingredientes domésticos, el conflicto entre Colombia y Venezuela se ha internacionalizado. Aunque el Gobierno colombiano lo niegue, es difícil no leer en el tema de las bases militares un intento por equilibrar el poder entre Bogotá y Caracas. Tampoco constituye una señal constructiva para la relación bilateral que el Pentágono justifique su uso, en parte, por la amenaza que representan los gobiernos antiestadounidenses en el hemisferio. A lo anterior se suma la compra venezolana de sofisticados equipos militares rusos, aunque vale la pena recalcar que Venezuela carece todavía de entrenamiento para usarlos.

La secuencia reciente de incidentes turbios e intrincados, que parece más un thriller de Hollywood que una realidad que está viviendo nuestra vecindad, hace difícil saber dónde irá a terminar todo esto. Impedir que los soplos de guerra se conviertan en verdaderos vientos bélicos parece ser lo máximo a lo que puede aspirarse, al menos por ahora.

 

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