Máquina de Moler

Su Majestad el chicharrón

Doña Gula
20 de mayo de 2018 - 02:00 a. m.

Cuando todo el mundo sabe opinar sobre una misma cosa, hablar con pretensiones de sabiduría sobre el asunto es algo en vano. Sin embargo, me voy a tomar el atrevimiento de hacer algunos comentarios sutiles acerca de aquella presa del marrano que no posee detractores y cuyo nivel de aceptación por todas las clases sociales lo quisiera tener más de un político de nuestra comarca. Es un hecho: aun aquellas personas que dicen detestar este sujeto de varias patas, cuando por azar se lo cruzan a manteles —debido a la contundencia de su aroma y su crocancia— terminan por pellizcar una de tantas, acotando que llevan más de 20 años sin probarlo. Y es que el puerco de principio a fin tiene su encanto, a diferencia de otras tantas carnes, las cuales en su estado de crudeza causan náuseas a más de un remilgado. Es un hecho: nuestro personaje de marras luce siempre rosado y sugestivo, no importa la escenografía en la cual esté protagonizando; en otras palabras, todo el mundo lo reconoce, no sólo en mesas de carnicerías de vereda campesina, sino igualmente en la vitrina refrigerada de la más sofisticada boucherie (léase boutique de carnes) de latitudes que exigen pasaporte. Pero lo dicho hasta ahora corresponde únicamente a su cruda apariencia, ya que si fuésemos a hablar de formas de preparar y resultados de sabor, el galimatías de opiniones asemeja el de un refrendo. Tostados y quiebradientes o grasosos y carnudos son sus dos categorías más contundentes. Hay quienes lo preparan en fogón de leña y en gigantesca paila con mares de manteca; también los hay quienes lo ponen inicialmente a hervores para luego llevarlo a su más mínima expresión; muchos lo afectan con bicarbonato y soda, otros tantos lo salan y lo ahúman, algunos osados lo llevan a la atómica, y los más modernos y afanados sólo en el microondas lo saben preparar. Finalmente, desde hace unos pocos años viene imponiéndose un corte y una presentación de este lardo manjar, haciéndose de tal manera (las patas en el cuero y el cuero en las patas) que me hace pensar si con el correr de los años otros símbolos de nuestra identidad culinaria regional permanecerán incólumes. Seguramente para la gran cantidad de problemas que aquejan nuestro país, gastar cacumen en tan trivial preocupación no merece la pena; sin embargo, tengo el palpito de que a paisas tan encumbrados como el par de prestigiosos Fernandos (el Vallejo y el Botero), quienes hace décadas viven fuera del terruño, trivialidades como las de un chicharrón patiarrevesado les ilumina el alma, pues sólo en la distancia se aprecia la fuerza que posee un sutil cambio en la costumbre.

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