Tasajera: ese diario morir frente a la sal

Javier Ortiz Cassiani
09 de julio de 2020 - 05:00 a. m.

Las vi cuchichear frente a un rancho con paredes de tablas y latones mapeados por el salitre. Eran tres mujeres. El salitre también parecía pegado a sus piernas con varices y todavía llevaban en los cabellos las señas de los vientos y el ajetreo del día anterior. Eran flacas. Siguieron en su comadreo entre risitas y susurros. De repente una de ellas atravesó la carretera con paso rápido, llegó al otro lado, extendió la mano y le entregó un billete de 2.000 pesos a uno de los chicos que caminaban en un grupo a pocos metros de donde yo estaba. Mientras cruzaba de nuevo la carretera, se pasó un par de veces la mano por el pelo, se acomodó la blusa descolorida en una mecánica inconsciente de timidez, y se reincorporó como una heroína a su pequeño corrillo. Era 1996, una numerosa marcha de estudiantes universitarios de todo el Caribe colombiano se movía de Barranquilla a Santa Marta, y en ese momento pasábamos por Tasajera, en el departamento del Magdalena, a la hora en que el reverbero solar vuelve trémula la permanente miseria de algunos pueblos costeros.

Ahora, al vuelo, no recuerdo el motivo de la marcha –quizá hasta el año que anoté está errado–, lo que nunca olvidé fue la acción de esas mujeres en aquel pueblo sumido en la pobreza entre el mar Caribe y la Ciénaga Grande de Santa Marta; con sus casas remendadas y playones inmensos, en los que un sol eterno parecía quitarle el color hasta a la existencia humana. Lo recuerdo bien. Tengo dibujados en la mente cada uno de sus movimientos y sus caras de satisfacción por haber podido colaborar con la causa de unos estudiantes en huelga con una suma insignificante, que a nadie más que a ellas le haría falta en el diario arqueo de caja de la contabilidad del rebusque. Pero también lo recuerdo perfectamente bien porque eran los tiempos en que el paramilitarismo imponía normas y administraba la vida cotidiana de la gente de la región. Recuerdo que me quedé pensando qué podría sucederles a estas mujeres que se habían atrevido a mostrar simpatía con unos estudiantes revoltosos. Por mucho menos que eso se mataba –¿se mata?– gente en el país. Unos años después sabría que en ese mismo pueblo por donde pasamos, seis personas fueron masacradas, siete habían sido desaparecidas, y que los paramilitares se habían metido aguas adentro para expandir sus atarrayas de muerte en los pueblos palafitos de la Ciénaga Grande.

Era la primera vez que me movía por Tasajera, pero desde los siete años supe de su miseria asomado en la ventanilla de los buses de transporte intermunicipal. La última vez que pasé nada había cambiado; en algo se parecen las postales de la miseria a las de los monumentos considerados patrimonio, poco cambian: unos por los efectos de la escasez material y los otros por su riqueza material y simbólica que los hace objetos de protección. Cuando vi las dolorosas imágenes del estallido de un camión de gasolina volcado en Tasajera mientras un grupo de personas trataba de extraer el combustible, me acordé, otra vez, de la generosidad en la escasez de aquellas comadres alegres. Gente arremolinada, haciendo lo que siempre han hecho para sobrevivir: arriesgar la vida en el rebusque cotidiano porque las opciones son estrechas. Entristecen infinitamente los cuerpos calcinados, los sobrevivientes moviéndose desorientados, desnudados por la explosión y el fuego. Ya la miseria los había desnudado hacía rato. Lamentablemente, Héctor Rojas Herazo tiene razón: duele un pueblo que vive “de este diario morir frente a la sal, / desde este podrirse con caracoles y totumos…”.

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