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Tiempo de ruido

Alfredo Molano Bravo
09 de enero de 2008 - 03:20 p. m.

Detesto personalmente la pólvora y no por las razones aducidas por Gina Parody, a pesar de que muchas sean convincentes.

Me irrita desde el día en que, niño aun, el estallido de un volador hizo que el caballo en que montaba se desbocara. Más tarde, un accidente obligó a hospitalizar de gravedad a un hijo que tenía sólo siete años y pasé oyendo sus quejidos y los triquitraques en la calle de una de las más terribles noches en mi vida. Reconozco, sin embargo, que es una costumbre popular que hace parte de nuestro pueblo, como las corridas de toros y las riñas de gallos. Lo que es insoportable de la pólvora son los estallidos sorpresivos y arteros que lo dejan a uno temblando de pies a cabeza sin acertar a saber de qué se trata, si de un disparo, si de la caída de un meteorito, o de la explosión de un polvorín del Ejército, como sucedió en Leticia hace seis meses y en Medellín hace 15 días.

El ruido de la pólvora es insufrible. Desde la iniciativa de Mockus en Bogotá, ha sido prohibida o disminuido en muchos municipios, y las fiestas son, para los que tenemos oídos de tísico, más llevaderas. Pero en la medida en que los estruendos de uno de los inventos chinos más desastrosos para la humanidad merman, aumenta el ruidajo de otro de los inventos más agresivos de la civilización: el bafle. Una cosa es el parlante inofensivo que transmite arpegios o los altos trinos del afilador de cuchillos o los cantos largos de la marchante comprando papel y botellas, y otra cosa muy distinta es el ruido infernal de los bafles invadiendo casas, barrios, veredas y pueblos enteros. Los primeros en utilizar el método publicitario fueron los curas párrocos, que no contentos con vociferar desde el púlpito, optaron por amarrar un altoparlante a la torre de la iglesia para castigar a los enguayabados con pláticas nasales desde las cinco de la mañana. Los imitan los gamonales —Araújos, Names, Chaux, Escrucerías— que montan gigantescos bafles en camiones y recorren las calles y campos exaltando a voz en cuello las notables virtudes de sus candidatos y candidatas, que suelen terminar en las cárceles. La tercera generación, menos violenta —vale decirlo—, es la de los payasos de nariz roja y zapatones de metro y medio que cazan peatones en las aceras para empujarlos a los almacenes de telas y géneros, los cacharreros que arreglan licuadoras y ollas atómicas, y los vendedores de líchigo, todos perifoneando a diestra y siniestra sus mercancías.

Pero ninguno de aquellos modos brutales de invadir la privacidad de la gente es comparable con el abuso de los equipos de sonido de los bares, cantinas, discotecas, billares, cafés, cafeterías, restaurantes, estaderos, clubes y afines durante fines de semana y fiestas de guardar y de no guardar. Parecería que entre más decibeles lancen a los espacios públicos y privados, mayores son las ventas y ganancias, relación que no tiene explicación distinta a la ley que atrae las polillas a los bombillos. Aceptemos que la masa sea así —ya que no pudo ser diferente—, lo que equivaldría a una especie de ley de la gravedad horizontal de la sonoridad. Porque otra cosa es idéntico sistema en las casas vecinas. Por ejemplo en La Calera, donde nací y vivo, o en Honda, donde escapo del páramo. La primera se llenó de gente y, como aun es una zona considerada rural, los recién llegados consideran que ser libres es superar los niveles de ruido aceptados por el Plan de Ordenamiento Territorial que nadie nunca cumple. Honda, de la que dijo Salvador Camacho Roldán haber sido una ciudad más agitada que Bogotá y más bella que Cartagena, se convierte en las festividades en un concurso decibélico endemoniado: entre más alto sea el volumen de los bafles, de por sí colosales —siempre puestos en la acera—, más rico, más abeja, más poderoso, guerrero, vivo, bacán, enguacado, ganado, largo, jeque, patrón es su orgulloso propietario. Los símbolos del prestigio y el arribismo que antes sólo se veían, ahora se oyen, y se oyen de una manera que no sólo atenta contra el oído, como en el caso de la nueva música, llamada tecno, sino contra el pulmón, que es donde se siente ese ruido peor que el de un taco de dinamita entre una alcantarilla.

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