Tiempos difíciles

Piedad Bonnett
29 de marzo de 2020 - 05:00 a. m.

Así tituló Charles Dickens a mediados del siglo XIX una novela que iluminó las desdichas e injusticias que trajo la primera industrialización a la clase obrera inglesa. También podríamos titular así la crónica de estos meses de dolor e incertidumbre, en los que millones de seres humanos vivimos una situación que solo conocíamos de oídas y por los relatos de las antiguas pestes.

Las lecciones de esta experiencia son infinitas, pero solo me referiré hoy a una definitiva: la peste del coronavirus nos obligó a reconocernos. Lo primero que volvimos a mirar, como recién nacidos, fueron nuestras manos, de las que depende, en parte, la contención de la pandemia. Y nos abismamos de su poder, de todo lo que pueden tocar, contener, manipular. Y de paso miramos —con una conciencia nueva, que esta vez, desafortunadamente, tuvo que ser despertada por el miedo— todo lo que nos rodea: la madera, el metal, el agua. Y el humilde jabón se convirtió en objeto precioso.

De repente apreciamos el valor del aire libre, del sol sobre nuestras cabezas, de la vista del cielo y las montañas y, sobre todo, de las manos, las sonrisas y los abrazos de los otros, de aquellos que amamos. Hace semanas que no vemos a nuestros padres, hijos y nietos y por eso nos alegra vivir en un tiempo en que nuestras pantallas nos permiten verlos sonreír del otro lado.

Todo se resignifica en tiempos difíciles. Todo se pone a prueba. El sentido del tiempo cambia: nuestros días pueden ser ahora atrozmente largos, como los de un prisionero que no logra ver al final del túnel la breve luz de la libertad; o días plenos, que por fin nos alcanzan para todo, incluso para arreglar esa biblioteca hecha un caos o para recordarles a esos amigos a los que poco vemos que los pensamos en estas circunstancias. También podemos comprobar cómo es nuestra relación con la soledad y cuánto aguanta nuestra salud mental las experiencias límite.

Y porque en tiempos precarios aprendemos de nuevo a agradecer, los que amamos leer agradecemos la existencia de la literatura y sobre todo de la poesía, que pareciera haber nacido para acompañarnos en tiempos difíciles. “Enciérrate en el universo, lee un libro”, escribió en estos días el español Pere Sureda. Y agradecemos otra vez la música, el silencio, los caminos callados que ha abierto la ciencia y el hecho de que tantos cuidadores —médicos, enfermeras, recolectores de basura, repartidores— se ocupen de lo que garantiza nuestra vida. Y celebramos hoy que esta siga ahí, ahora que la muerte es más triste que nunca, porque cientos están muriendo día a día sin el consuelo de una mano que oprima la suya, sin una caricia en la frente, en medio de la soledad más radical y espantosa, acompañados sólo por el miedo.

Como siempre, son los poetas los que vienen a recordarnos quiénes somos. Lo hace Octavio Paz en su poema Hermandad:

“Soy hombre: duro poco / y es enorme la noche. / Pero miro hacia arriba: / Las estrellas escriben. / Sin entender comprendo: / También soy escritura / Y en este mismo instante / Alguien me deletrea”.

Me perdonarán mis lectores que aquí no haya ni revelaciones ni grandes ideas. Pero tal vez sea que, en tiempos difíciles, lo que se nos exige es volver a lo esencial, que a veces damos por obvio.

 

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