Tierra

Arlene B. Tickner
22 de abril de 2020 - 02:00 a. m.

Hace 50 años, 20 millones de estadounidenses -una décima parte de la población de entonces- salieron a manifestarse por la adopción de medidas más audaces de protección ambiental.  Dos décadas después esta tradición se había globalizado con la participación de unos 140 países y 200 millones de ciudadanos del mundo.  Desde entonces, el Día Internacional de la Madre Tierra se observa anualmente cada 22 de abril.  Su vigésimo aniversario invita a una reflexión sobre este (otro) gran desafío que enfrenta la humanidad.

Aunque la mayor parte del debate público global sobre la pandemia ha avanzado como si esta crisis estuviera separada de la ambiental, las dos van de estrechamente de la mano.  En la medida en que el ser humano ha intensificado su depredación de la naturaleza, también se ha vuelto más vulnerable a los desbalances resultantes.  Por ejemplo, se estima que un 75% de las enfermedades infecciosas nuevas provienen del contacto entre humanos y animales, producto de fenómenos como la deforestación y el consumo de especies exóticas.  A su vez, la Organización Mundial de la Salud calcula que 4,2 millones de personas mueren al año a causa de enfermedades respiratorias y afecciones cardiacas originadas en la mala calidad del aire.

En últimas, fenómenos como el cambio climático y las pandemias son síntoma de un problema más profundo: nuestra relación disfuncional con el ecosistema.

El famoso dictamen de Descartes, “pienso luego existo”, plantea una separación entre el ser humano pensante y el mundo externo en la raíz de la racionalidad occidental moderna.  Entre los resultados de esta forma antropocéntrica y binaria de entender la realidad y nuestro lugar dentro de ella, figura la conversión de la Tierra en una “cosa” susceptible de ser domada, explotada y cosechada.  En su lugar, reconocer la interconexión profunda que existe entre los humanos y otros seres, ofrece un punto de partida para reparar el equilibrio ambiental o al menos aplacar su mayor deterioro.

Aunque no ha sido suscrita aún por los miembros de la ONU, los planteamientos de la Declaración Universal de los Derechos de la Madre Tierra -- concebida en una conferencia mundial realizada en Cochabamba en 2009 -- han comenzado a ser incorporados por dicho organismo y por algunos países.  Entre otros, el reconocimiento de la personalidad jurídica de “seres tierra” como ríos y parques naturales ya es un hecho en lugares como Ecuador, Colombia, India y Nueva Zelanda.  En su raíz está la convicción de que todos los seres vivos son sujetos cuyos derechos deben protegerse en sintonía con los principios de reciprocidad y complementariedad que deben caracterizar las relaciones del cosmos.

Con el pretexto de reactivar las economías ahora congeladas, la tentación cortoplacista y egoísta de muchos líderes y empresarios será reforzar las políticas depredadoras de antaño y hasta levantar algunas restricciones ambientales existentes. Sin embargo, si algo nos intenta enseñar a gritos esta crisis, es que tenemos que hacer una pausa y entender que el bienestar colectivo presupone no solo nuestro bienestar como especie, sino el de la naturaleza.  Los gestos nobles de colaboración y solidaridad que estamos presenciando en todo el globo hacen soñar que un pacto de reciprocidad entre humanos y otros seres tierra que permite garantizar la sostenibilidad planetaria no es del todo imposible.

 

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