Voy a hablarles de un libro chiquito en páginas, pero grande, ¡enorme!, en calidad y contenido. Una obrita maestra, y digo obrita por sus 101 páginas, envidia de quienes precisamos 300 o 400 páginas para una simple novela. Un bosque dormido, con textos de Luciano Peláez y dibujos de Johan Salazar, en la editorial atarraya, así sin mayúscula inicial, septiembre de 2020, es un manjar exquisito, suculento, poquito porque es bendito.
El texto: ocho cuentos, octágono u octaedro de magnífica fluidez. El cuento que da título al libro narra la vida, pasión y casi muerte de una familia de clase media de Medellín en la década de los 80 del siglo XX. En “Un mismo fantasma”, el abuelo del narrador, “un as barbado para saber cuándo estaba listo un aguacate”, se enfrenta con maña a la demoledora decadencia de su locura. “Caos de luz” nos hace sufrir y gozar con la relación, mejor dicho, con el vínculo entre un par de cuarentonas y un culicagado de quince a dieciocho años. Las cuchas “vivían y morían rápido. Eso también recuerdo. Su vida era un enigma. Todo en ellas era un enigma. Nunca entendí muy bien qué hacían, cómo se las arreglaban, ni siquiera cuántos años tenían. Sólo supe que hablaban de su cuerpo con devoción”.
“La treintaicinco abajo” se embarca en los claroscuros de la vejez del tío Alberto. “Naranjas agrias” cuenta la accidentada primera y única cita de otro adolescente con Maricela, belleza nativa que fue tercera en el reinado de belleza de su pueblo, “un pueblo de mierda”. “Cortar camino” y “Lluvia de botellas” son dos excelentes ejemplos de la teoría de la punta de iceberg, de Ernest Hemingway: lo importante siempre debe quedar por fuera del relato para que el lector haga lo suyo.
Parecen historias de barrio. Cuando en Medellín alguien escribe sobre “el barrio”, los demás mortales al instante piensan en pillos, sicarios, paracos, sapos, tombos versus combos, balaceras, violaciones, masacres, emboscadas, fronteras invisibles, no futuro, escombreras, fosas comunes, sangre, fuego. Huevos podridos de la sicaresca paisa, pues la mayoría de comunas del valle de Aburrá no han sido muerte, desgracia, obtusa obsesión por el sadismo o la violencia. Ni de lejos.
Los barrios que incidentalmente retrata Luciano importan mucho menos que las vidas de estos cuasi niños encabritados por las hormonas y el surgimiento de una conciencia, un nuevo uso de razón, humus de su existencia. Luciano maneja la desfachatez narrativa de un posmillennial: no se afana por cambiar el mundo ni le interesa hacer la revolución. Se concentra en la poco despreciable tarea de contar cuentos.
Los dibujos. Luminosos. Cuasi hiperrealistas. Ensoñadores. Para mi tacto (otros hablan de gusto), Johan Salazar es una reencarnación de Óscar Jaramillo, el mejor dibujante de este país en desamparo. ¡Buena pesca de atarraya!
Rabito: “Le hice una seña al taxi para que se detuviera. Estaba impecable, recién lavado: era un Dacia negro. El día parecía tranquilo, incluso, promisorio.
—Buenos días —dijo—. Pasito con la puerta.
Cuando lo noté, no lo dudé un instante.
—Abuelo, ¿cómo está? —le pregunté emocionado—. No me reconoció, y no insistí. A lo mejor pensó que “abuelo” era un saludo genérico, como si lo hubiera llamado “amigo”.
—A Laureles —indiqué.
No hubo conversación, estaba concentrado el abuelo.
Se había jubilado hacía poco, y el taxi no era lo suyo”. Luciano Peláez. “Un Dacia negro”, en Un bosque dormido. Septiembre de 2020.