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Todos los niños muertos

Reinaldo Spitaletta
07 de octubre de 2008 - 03:04 a. m.

¿A QUIÉN NO VA A ENTRISTECER EL asesinato de un niño? ¡Ah!, tal vez al papá que lo mandó matar, como en el caso —que pronto será olvido— de Luis Santiago Lozano.

Pero llegar a esa suerte de paroxismo mediático, mezcla de feria y circo, con lamentaciones de fiscales y jueces y psicólogos y especialistas en infancia y presidente y un eterno etcétera, sí es una muestra de pantallera desmesura. El mismo despliegue falta, por ejemplo, ante los asesinatos de centenares de niños o los más de 25.000 desaparecidos en los últimos dos decenios en Colombia.

No sé si la desaparición de muchachos de Soacha, cuya cifra exacta aún se desconoce, merezca un “clamor nacional” similar. Y más aún cuando, se cree, muchos de aquellos y otros desaparecidos (que aparecieron muertos) hacen parte de falsos positivos del Ejército que los presenta como “dados de baja en combate” y que llevó, lo que ya es mucho decir, al Ministro de Defensa a declarar que había uniformados que cambiaban condecoraciones por cuerpos.

Lo del niño de Chía causó histeria masiva y los noticiarios aprovecharon para escarbar en la emotividad, para encuestar acerca de la pena de muerte, en un país en el cual, hace rato, ésta existe de manera ilegal, claro. O si no, cómo explicar que por esas mismas jornadas se denunciaron las ejecuciones de desaparecidos asesinados en Ocaña y otras ciudades. El evento parece que dejó sin palabras a los medios —y aun al Presidente de la República— que poco o casi nada se refirieron a tales horrores.

Ese populismo noticioso no se ha dejado ver, ni tampoco se han convocado marchas y manifestaciones de repudio, por ejemplo en el caso del maltrato que el sistema y esta sociedad de degradaciones les dan a los niños que no pueden ejercer su infancia porque están en los semáforos y en los buses vendiendo buhonerías, a los que trabajan en las minas, a los desplazados. No se nota ninguna emotividad cuando se sabe de los miles de pelados que ejercen la prostitución y son víctimas de las mafias del comercio sexual.

En Colombia sucede que hay miles de niños muertos, no por su papá, sino por el hambre, la pobreza, los desamparos sin fin. Y esto poco se analiza o difunde en los medios ni salen por eso a aullar los ministros ni los empresarios. No hay llanto de algún funcionario frente a las cámaras. No suele suceder que esos mismos gritos y lamentos se den cuando se sabe sobre el exterminio de sindicalistas o las tropelías de alguna transnacional.

Ante la infamia del desplazamiento forzado, que aumenta cada día en el país, no hay tales reacciones, ni se ha visto, por ejemplo, que el mandatario nacional —así sea en el ejercicio de la demagogia— los visite en sus nuevos lugares de desarraigo y tragedia. Bueno, es que para qué, si como dice algún consejero palaciego, esos son migrantes. El eufemismo como parte de la hipocresía y el enmascaramiento de la realidad.

Ante el crimen del bebé de Chía, los plañideros oficiales se rasgaban vestiduras y comentaban acerca de lo execrable del acto. Pocas lágrimas se han derramado cuando aparecen decenas de fosas comunes, las cuales, según las declaraciones del paramilitar alias H.H. fueron idea del Ejército para que los muertos no estuvieran por ahí, a la intemperie. Pobrecitos. Poco alboroto causan, digamos, las violaciones permanentes a los derechos humanos, a los derechos de los trabajadores, y, en especial, las desgracias de tantos niños sin niñez.

Tal vez el asesinato de Luis Santiago debe llevar a una reflexión general: la pena de muerte debe aplicársele a este sistema, productor de tantos  desafueros,  iniquidades, infamias e injusticias. Y, sobre todo, de tantos criminales y mentirosos.

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