Trenes, trencitos

Armando Montenegro
12 de julio de 2008 - 04:29 a. m.

LOS PRESIDENTES CHÁVEZ Y URIBE, para sellar su recobrada amistad, decidieron impulsar la construcción de dos nuevos proyectos ferroviarios, flamantes trenes bolivarianos, que unirán sus países. Parece que uno de ellos se podría prolongar hasta Quito.

Pregunté a varios técnicos del Gobierno sobre las características de estas obras visionarias. Las desconocían. Dijeron que, en realidad, no existían los proyectos: no había trazados, especificaciones, estudios de costos, análisis de rentabilidad económica y social. Añadieron que eran simples ideas, sin ningún sustento, probablemente originadas en altos funcionarios de carácter político de ambos lados de la frontera.

  Algunos compartieron conmigo el temor de que con estos arranques de fiebre bolivariana se les podría dar un impulso decidido a unas obras dudosas, con el riesgo de que, más adelante, cuando se realicen los estudios, se descubra que son inviables, pero que, después del solemne compromiso presidencial, ya no se podrían suspender. Una vez bendecidas por los acuerdos políticos, ambos países se verían obligados a hacer obras que no se necesitan, que no tienen justificación técnica. Y la plata se perdería.

 Esto ya ha sucedido con frecuencia en el país en el pasado remoto y, también, en el más reciente. Así se hicieron carreteras, hidroeléctricas y un conocido sistema de transporte masivo y, probablemente, así se hará el metro de Bogotá (la decisión irrevocable de construirlo, avalada por el voto popular y el apoyo del Gobierno Nacional, precedió a la realización de los necesarios estudios técnicos, sociales y económicos). Así también se deciden muchas cosas en los consejos comunitarios.

  Cuando los mecanismos políticos de asignación de recursos públicos preceden, desplazan y reemplazan los estudios y los procedimientos de planeación y presupuestación, los países con frecuencia toman malas decisiones.

Esta cuestionable forma de escoger y realizar obras de infraestructura es un freno al crecimiento y se convierte en otro obstáculo para el desarrollo económico. La marginación de las oficinas de planeación de los procesos de asignación de los fondos del Estado es otro de los síntomas del debilitamiento de las instituciones que acompaña los gobiernos personalistas.

Llama la atención, por otra parte, que se decida emprender nuevas obras entre los dos países cuando hay proyectos importantes, iniciados hace muchos años, que no están concluidos.

Uno de ellos es el de la llamada Carretera Marginal de la Selva (rebautizada hace poco, probablemente con la ayuda de algún compositor de boleros o joropos,  como las “Arterias de mi llanura”), que comienza en Villavicencio, pasa por Yopal y Arauca hasta alcanzar la frontera; allí se conecta con la red de carreteras de Venezuela. Esta vía comunicaría a Bogotá y Caracas, con amplias ventajas en términos de ahorros de tiempos y costos.

Y aun antes de realizar nuevas inversiones, se debería reconocer que buena parte de los problemas del tráfico y el comercio entre los dos países no depende de la realización de obras de infraestructura. Su origen se encuentra en las múltiples obstrucciones regulatorias que han ido imponiendo los burócratas. Los camiones de un país no pueden pasar al otro. Hay listas de prohibida importación.

Muchos productos están sujetos a licencia previa, a cuotas y restricciones administrativas. La primera decisión que se debe tomar para impulsar la integración debería ser eliminar, de un solo golpe, todos los controles y permisos. Se deberían imponer, sin atenuantes, el libre comercio y la libre circulación de bienes entre Colombia y Venezuela. Esta decisión además debería ir acompañada de la finalización de las obras en marcha y de menos aduanas y controles.

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Esta columna, por vacaciones de su autor, no aparecerá en los próximos dos domingos.

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