Tristes efemérides

Valentina Coccia
13 de abril de 2018 - 03:00 a. m.

El año 2018 corre de prisa, y entre sus múltiples días, entre las horas y los meses que se van perdiendo en los recovecos del tiempo, el 2018 no ha dejado de ser un año de dolorosos recuerdos. Este año, por ejemplo, se cumplen los cincuenta años de la Revolución de Mayo del 68, los cincuenta años del asesinato de Robert Kennedy, y entre otros, los cincuenta años de la muerte de Martin Luther King, que con su incansable labor y tras el peso de una ardua lucha por la libertad, logró que el gobierno estadounidense le concediera los derechos civiles a la población negra del país. El doctor King, libertador y reverendo de la iglesia bautista, fue asesinado el 4 de abril de 1968 por un segregacionista blanco en la ciudad de Memphis, Tennesee. James Earl Ray, que acababa de escapar de prisión, lo asesinó desde la ventana de un motel, entregando en brazos de Orfeo a uno de los más grandes activistas de la historia.

El recuerdo del doctor King, como lo llamaban quienes lo seguían, es un recuerdo triste. Cuando pienso en la memoria, pienso en que la necesidad de recordar surge cuando el objeto de nuestra melancolía está tan lejos de nosotros que necesitamos rememorarlo para poder sentirlo cerca. No en vano en las casas de familia se construyen altares de fotografías y álbumes de recuerdos con distintos objetos e imágenes de los familiares que ya se han ido. Así mismo funciona la memoria colectiva: levantamos monumentos, plazas y museos, escribimos libros y construimos obras de arte en honor a x o y personaje que ha dejado una huella en nuestra identidad colectiva. Dichas manifestaciones, que adquieren las más diversas texturas y los matices más distintos, intentan perpetuar la presencia de dicho personaje o hecho histórico en nuestra actualidad, de modo que permanezca entre nosotros el recuerdo de su enseñanza o su valor emocional.

Sin embargo, pienso que las manifestaciones materiales de la memoria no son más que objetos y como objetos, se deterioran y envejecen. En las plazas de todo el mundo yacen monumentos olvidados, llenos de humedad y tristeza, carcomidos por las palomas que hacen de ellos su permanente habitáculo. Letreros con insignias de “aquí vivió…”, “aquí nació…” y “aquí murió…”, que no tienen el más absoluto sentido para nosotros, o nombres de plazas y calles cuyo valor desconocemos por completo. Entonces, ¿cuándo permanece realmente un hecho, un personaje o un grupo en nuestra identidad conjunta? A mi modo de ver, cuando su enseñanza o su valor emocional permanece en la vida cotidiana de nuestro presente como colectivo. De alguna forma, ese recuerdo tan lejano (a veces tan lejano que nosotros no hemos alcanzado a vivirlo en carne propia) se asienta en nuestra memoria colectiva cuando ha echado raíces en nuestro pensamiento, y repercute de forma directa en nuestra manera de obrar con el prójimo y con la comunidad.

A mi modo de ver la memoria del doctor King está desvaneciendo, así como hay miles de tristes monumentos que se disipan a la sombra de la humedad en millones de plazas del mundo, y lo digo justamente porque hoy en día no estamos honrando los vestigios de su lucha con nuestra forma de obrar. En Europa millones de migrantes son rechazados por los países locales y por la arrogancia de sus habitantes, que no reconocen en ellos el derecho a una vida digna; una vida que desafortunadamente sus países no pueden darles. En Estados Unidos se levanta una enorme muralla que separa fronteras y corazones, que nos hace distintos los unos de los otros, que rechaza la idea de que todos tenemos el mismo derecho a la vida y a la felicidad, que impide que veamos la humanidad en aquel que aparentemente es tan distinto a mí.

Por otro lado, también hemos olvidado la forma de luchar que el doctor King nos enseñó. “¡Loado sea el hombre auténtico que (…) tiene un hueso en la espalda que no le permite doblegarse!”, decía Henry David Thoreau en su famoso ensayo titulado La Desobediencia Civil. Este texto fue la inspiración de muchos de los grandes líderes que movieron montañas, que separaron fronteras, que abatieron muros y que tejieron los lazos que alguna vez nos unieron unos a otros. A través de ellos se materializó la revolución pacífica, que sirviéndose de la simple oposición a la injusticia logró liberar  a la India del colonialismo, a Sudáfrica del yugo del Apartheid , y a la población negra de los Estados Unidos de la desigualdad. Hoy volvemos a buscar luchas injustas y guerras sin sentido que nos separan cada vez más del umbral de la paz.

El recuerdo del doctor King es un recuerdo triste; es un recuerdo que pierde su brillo y su lustre: como una vieja fotografía de familia cuya imagen pierde nitidez o cuyo marco de plata se va oxidando con el pasar de los años. La escritora estadounidense Harper Lee, en 1960 escribió su famosa novela Matar a un ruiseñor, que mucho antes del triunfo de Martin Luther King sobre el gobierno de los Estados Unidos, prefiguró la igualdad de derechos entre blancos y negros. En su trama, Atticus Finch el famoso abogado local de Maycomb, Alabama, defiende a capa y espada la vida de Tom Robinson, un negro acusado de una violación. Scout, la hija del abogado, observa con profunda admiración el trabajo de su padre, que más allá de todo prejuicio, ve la humanidad que traspasa los ojos de Tom Robinson. En 2015 fue publicada la secuela de Matar a un ruiseñor, titulada Ve y pon un centinela. En esta novela, Harper Lee relata la historia de Scout, que durante su vida de joven adulta, visita la casa de su padre en unas vacaciones de verano. En esta visita, Scout observa que la realidad ha cambiado: Atticus no era tan progresista como ella pensaba en su infancia, y la igualdad que tanto defendió en su momento desvaneció por completo de sus sistema de valores. Así mismo nos ha ocurrido a nosotros: después de admirar esta asombrosa lucha, hemos olvidado la transformación que implicó, y poco a poco, hemos dejado que la lluvia, la nieve, las hojas del otoño y la incesante bruma que recubre los cielos, vaya opacando su brillo y apagando su luz.

@valentinacocci4 

valentinacoccia.elespectador@gmail.com

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