Otra vez el país polarizado: los uberistas vs. los taxistas, y como era de esperarse se ha tomado partido por los unos o por los otros, convirtiendo el asunto en un tema político para generar simpatías (votos) o crear desprestigios (satanizaciones).
Los taxistas y quienes los apoyan vociferan en contra de esta plataforma acusándola de competencia desleal y de no cumplir con las mínimas exigencias de ley para prestar un servicio público. Los conductores de Uber y sus seguidores sacan pecho diciendo que la competencia es sana y que ellos son la decencia, la asepsia, la honorabilidad y la excelencia en el transporte individual.
Esta discusión, que lleva ya varios años, ha tenido en los últimos días un ataque y un contraataque contundentes: por una parte, se le ordena a Uber suspender sus actividades hasta tanto se acoja a unos requerimientos legales mínimos, en una primera instancia que le daría la oportunidad de iniciar un proceso para legalizar su operación.
Y por otra parte, Uber ha amenazado con irse de nuestro país, dejando a más de 88.000 socios conductores registrados sin los ingresos que a un alto porcentaje de ellos les permiten sostener a sus familias, y a más de dos millones de usuarios sin este servicio.
A su turno, los taxistas creen que la medida les va a beneficiar, porque sus ingresos se aumentarían, así existan otras plataformas a las que están migrando conductores y pasajeros, y a las que también, a un mediano plazo, les llegará el “tatequieto” gubernamental.
Lo cierto es que la ley prohíbe prestar un servicio público en un vehículo particular y para hacerlo hay que acogerse a lo que dictamine el Gobierno, tal como ha sucedido en distintos países y en ciudades como Nueva York y otras capitales del mundo para no correr la suerte de España, Bulgaria, Hungría, Italia, Corea del Sur, México, Alaska, Dinamarca, Australia y Francia, en donde está suspendido Uber.
Así las cosas, ni son tan malos los taxistas ni son tan buenos los de Uber y, o todos en la cama o todos en el suelo.