UK: hacia un posible “no deal”

Daniel Emilio Rojas Castro
13 de agosto de 2019 - 05:00 a. m.

Es difícil imaginar una ruptura radical entre Londres y Bruselas, sobre todo si se tiene en cuenta que cerca de la mitad del comercio internacional británico se hace con la Unión Europea.

Las campañas políticas se hacen en versos, pero el gobierno se ejecuta en prosa. Por eso, en las últimas semanas, las amenazas del nuevo primer ministro Boris Johnson para afrontar un no deal se diluyeron en una serie de declaraciones que enfatizan la necesidad de unir a la opinión pública del Reino Unido y derrotar a Jeremy Corbyn. La posibilidad de congelar los activos europeos que se encuentran en la banca londinense —que Johnson evocó en el pasado para presionar a los europeos— no volvió a repetirse.

Varias razones explican ese cambio de actitud. Primero, la inflexibilidad del equipo negociador dirigido por Michel Barnier. En los corredores de la Comisión Europea se dice que Barnier dio instrucciones bastante precisas para respetar al pie de la letra el procedimiento de salida de la Unión, sin interpretaciones laxas de los tratados y ciñéndose a los documentos que se elaboraron cuando Theresa May aún se encontraba en Downing Street. El acuerdo de salida que se negoció hace unos meses, reiteraron la semana pasada los negociadores, es el mejor posible.

Segundo, el futuro incierto del comercio internacional inglés en una coyuntura en la que el orden financiero internacional corre el riesgo de sufrir perturbaciones importantes. Johnson mencionó en su campaña que la profundización de la alianza con los EE. UU. sería una oportunidad para salir de la crisis política interna y hacerle frente a la Unión Europea. Sin embargo, esa profundización no implica crear nuevos acuerdos comerciales en el corto plazo. La política y la economía no viajan a la misma velocidad. El apoyo inglés pesará en una eventual guerra monetaria entre los EE. UU. y China, pero las exportaciones inglesas de servicios, armas y comida al gigante del Extremo Oriente (cerca de £22,3 billones) serán castigadas por Pekín y producirán una onda de choque de consecuencias imprevisibles en todo el Reino Unido. Los EE. UU. están preparados para mantener un conflicto comercial de largo aliento con China y Europa, no Inglaterra.

Tercero, el problema secular de la frontera irlandesa, que conjuga cuestiones fiscales, aduaneras y de orden público. El restablecimiento de la frontera física entre las dos Irlandas complicaría la circulación diaria de 30.000 personas, alteraría un intercambio entre los dos extremos de la isla cercano a los €39 millones por año y haría que los fondos europeos dejen de financiar el 90% de la agricultura de Irlanda del Norte (lo que explica el voto negativo mayoritario de esa región contra el brexit). El problema en la frontera también reside en la posibilidad de que el Sinn Féin (segunda formación política en Ulster) logre convocar un referendo de unificación de las Irlandas. Es una reivindicación que tiene pocas posibilidades de triunfar en las urnas, pero que puede deteriorar las bases de los acuerdos de paz de 1973, que finalizaron con 30 años de guerra civil y que se obtuvieron en parte por la pertenencia del sur y del norte al proyecto europeo.

Incluso frente a la perspectiva de un no deal, el gobierno inglés no podrá redireccionar instantáneamente las exportaciones del país e Inglaterra pasará a ser el principal socio comercial de la UE por varios años. Es una realidad evidente que matiza la retórica incendiaria que llevó a Johnson al poder y que lo pone a él y a su gobierno frente a un adversario de peso.

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