Ultraderecha: objetivo, el Ejército

Cristina de la Torre
12 de mayo de 2020 - 05:00 a. m.

No peligra la democracia por acción de alguna mano díscola en el Ejército, como en su evasiva locuacidad lo quisiera el ministro Trujillo. Peligra, y mucho, por efecto de la politización de esta Fuerza que durante años ha efectuado el uribismo para sumar a los militares, depositarios de las armas de la República, a la causa de un partido reaccionario, corrupto y violento, de vuelta en la Casa de Nariño. De allí deriva, entre otros desmanes, el espionaje consuetudinario sobre civiles inermes. Sabe el uribismo, como lo supo Ospina Pérez cuando se coronó dictador, que destruir la neutralidad del Ejército –por menguada que esté- compromete el Estado de derecho y da pábulo a la violencia.

A más de los falsos positivos que el general Martínez pareció reprogramar, ahora se repite como un mantra de la Seguridad Democrática el espionaje contra opositores, periodistas y demócratas que no se postran de hinojos ante Él, ni ante sus palafreneros en el alto Gobierno. Y este espionaje alarma porque puede pasar a mayores: a la eliminación del perfilado. Como ocurrió con el asesinato del profesor de Andréis, fruto natural del régimen que convertía el DAS en policía política e instrumento del paramilitarismo. Como podrá ocurrir con la Inteligencia militar, que recoge el ominoso expediente de los fascismos de izquierda y de derecha. No contento con colgarles lápida a los opositores calificándolos de terroristas, espió el uribato y persiguió a los magistrados de las Cortes que cuestionaron las pretensiones reeleccionistas del jefe; y a los que investigaban a parapolíticos que resultaron ser bancada del partido en el poder. Y después, en abierto sabotaje, chuzó aquella caverna a los negociadores de paz.

No se innova mucho. En los prolegómenos de la Violencia, cooptó Ospina al Ejército como fuerza del partido de gobierno y activo enemigo de la oposición. Destruyó la imparcialidad de la única fuerza que podía garantizar la tranquilidad pública, y activó un poderoso detonante del horror que vendría. Horror multiplicado por la asimilación del cuerpo entero de Policía al poder presidencial, la ferocidad de los chulavitas a la cabeza.

Conjuradas Violencia y dictadura, sentaría Alberto Lleras la doctrina que funge todavía como el referente deseable en democracia: sustraer a los militares de la contienda entre partidos. Así como los uniformados no deben intervenir en política, tampoco los políticos podrán incursionar en los cuarteles. La fuerza pública ha de subordinarse al poder civil del Estado, no al de los partidos. Los militares reciben tanto las armas de la nación, como la obligación de defender los intereses comunes. Se les confieren derechos especiales, a condición de no descargar su poder letal sobre los ciudadanos inocentes.

Ideal mancillado por una franja de la oficialidad que, envalentonada por la ultraderecha que la adula y encubre sus delitos, traiciona el deber; menoscaba la confianza que los colombianos depositaban en el Ejército y desdeña la entrega del soldado raso. De las investigaciones exhaustivas nada resultará porque recaerán en la propia Inspección del Ejército o en el fiscal Barbosa. Serán ejercicio de yo-con-yo, deliberadamente orientado a ocultar lo buscado: quién da las órdenes, a quién llega la información y para qué.

Para El Espectador, estos episodios de espionaje configuran traición de alto nivel contra los colombianos, orquestada desde las Fuerzas Armadas; traición a la democracia, al acuerdo entre sociedad y Fuerza Pública. Se diría que es la sociedad la llamada a exigir cuentas a los responsables últimos en la cadena de mando: al presidente Duque y al ministro Trujillo. Si sabían, que respondan por encubrimiento; si no sabían, por ineptos. No merecen el cargo.

Cristinadelatorre.com.co

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