Un abismo entre obispos

María Elvira Samper
30 de mayo de 2015 - 07:10 p. m.

Un abismo separa la beatificación del obispo salvadoreño Óscar Arnulfo Romero y las posibles de los prelados Enrique Angelelli de Argentina y Dom Helder Cámara de Brasil, de la del colombiano Miguel Ángel Builes que hace cola desde hace años.

Los tres primeros, en medio de la represión de regímenes militares, hicieron suya la causa de los pobres, defendieron los derechos humanos —entendidos principalmente como derechos de los pobres—,y denunciaron la injusticia social. Curas rojos los llamaban y fueron perseguidos y denostados por sus gobiernos y las élites que los apoyaban. Romero y Angelelli fueron asesinados por fuerzas de ultraderecha y Helder Cámara sufrió varios atentados antes de su muerte.

Desde el comienzo, las causas de sus beatificaciones encontraron la oposición de los sectores más recalcitrantes de la Iglesia, que temían que fueran interpretadas como una bendición a la Teología de la Liberación, aunque Romero no había sido uno de sus seguidores. Al desbloquear esos procesos, el papa Francisco rompió la barrera y ratificó así su posición sobre lo que cree que debe ser la misión de la Iglesia: estar en la calle y acercarse sobre todo a los más pobres. Así las cosas, sería un contrasentido elevar a monseñor Builes a los altares, no importa cuántas congregaciones o misiones haya fundado, y aun si su causa se analiza en el contexto en que desarrolló su actividad pastoral: el de la cercanía y coincidencia entre la Iglesia y los gobiernos conservadores. Una época tenebrosa en que la Iglesia contribuyó a la violencia política.

Desde cuando fue designado obispo de Santa Rosa de Osos (1924) hasta su muerte (1971), monseñor Builes hizo del púlpito una trinchera para combatir al Partido Liberal y las reformas que impulsaba. “Los obispos que no defenestran desde el púlpito la apostasía roja, no son más que unos perros echados”, bramaba, y llamaba a los campesinos a ser soldados de Dios para “combatir el ateísmo liberal”. Fanático integrista, en los años de la República Liberal ( 1930-1946) cuando la sociedad se abría a distintas formas de expresión política, cultural y social, y el poder eclesiástico sentía disminuir su influencia, encarnó la oposición del clero a los cambios derivados del incipiente proceso de industrialización. Prohibió en forma explícita absolver a cualquier liberal, porque ser liberal era pecado imperdonable. “Así se lucha —decía—, cuando no hay armas para hacerlo en forma franca” .

Arremetió contra la reforma constitucional de 1936 —”una campaña contra Dios y la Iglesia”—, y en el “Manifiesto de los prelados de Colombia al pueblo católico”, amenazó al Congreso que la tramitaba: “Ni nosotros, ni nuestro clero, ni nuestros fieles permaneceremos inermes y pasivos”. Se opuso al reconocimiento de derechos políticos a las mujeres, al sindicalismo —“una aberración del Partido Liberal”— y a la educación mixta. Satanizó el cine, la radio, las novelas, el baile, el uso de pantalones por las mujeres…

Se alineó, como casi toda la jerarquía eclesiástica, con los conservadores más radicales liderados por Laureano Gómez, quien orientó la oposición contra los gobiernos liberales bajo la consigna de “hacer invivible la República”, lo cual se tradujo en la beligerante participación del clero en la política partidista. Conspicuo representante de la Iglesia de su época, monseñor Builes tuvo también su cuota de responsabilidad en la polarización que desembocó en la violencia bipartidista y sus 200.000 mil muertos.

Sobra decir que los vientos de cambio del Concilio Vaticano II no lo tocaron. Mantuvo su postura radical hasta el final de sus días. No hay “martirio por causa de la fe” en su vida. Un abismo lo separa del beato monseñor Romero.

 

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