Costas extrañas

Un alegato contra el tiempo

J. D. Torres Duarte
23 de septiembre de 2020 - 05:00 a. m.

Es evidente: el tiempo galopa como un perro desbocado. Va, sin origen ni final, omnipresente, invencible: el aparato que marca la mortalidad es inmortal. Es posible que incluso cuando toda la materia orgánica se escabulla para siempre entre los intersticios de la muerte, el tiempo perdure allí, imperturbable como un segundero, esperando el momento en que deba discurrir de nuevo.

En las novelas, sobre todo en las novelas decimonónicas, en Hardy y en Austen y en Tolstói y en Wells y en Balzac, el tiempo tiene un orden específico: va de atrás hacia adelante, de un punto A a un punto B. Esta treta da la ilusión de que se ha domado lo indomable. En un punto determinado en el tiempo ocurren una serie de sucesos que desembocan en otra serie de sucesos en el cierre del libro, que es el aparato que confina al tiempo, o que intenta confinarlo, como si un búfalo se pudiera dominar con una soga.

Así avanza, de una estación a otra, ineluctable, el tiempo de las novelas, un tiempo invisible salvo por el empeño monótono de sus representantes: las estaciones, las horas, la calidad de la luz, la muerte.

Incluso las novelas que intentan evadir el juego convencional y anticuado del tiempo —¿puede ser el tiempo anticuado?— se ven forzadas a obedecer sus dimensiones: en Molloy, de Samuel Beckett, amanece, anochece, se transita de un lugar a otro en el azar de las horas, saltando hacia el pasado, hacia el futuro, quizás, con el arrojo infantil de eludir al padre, sin conseguirlo. Ulises recurre a una camionada de trucos para burlarlo, cuenta un día en poco más de novecientas páginas, en vano: al final es una novela que empieza en la mañana y termina en la madrugada del día siguiente, y el tiempo la mira, desde arriba, desde los lados, acechador, desbordado, desdeñoso.

El tiempo es un tirano novelístico. No hay novela sin tiempo. ¿No hay novela sin tiempo? Imagínese: un individuo sin fecha de nacimiento, sin fecha de muerte, sin lugar en una época, sin un período en que le ocurran sucesos, ¿qué sería? Un individuo en medio del vacío, estático, un lápiz quieto sobre una mesa.

Sería un individuo, sobre todo, sin cambios. Las novelas no parecen poder vivir sin el cambio: la mutación, el arco narrativo. Un personaje no puede acabar una novela del mismo modo en que comenzó: el tiempo oprime y modifica y moldea. Un individuo sin tiempo sería como el tiempo mismo: impertérrito, regular, siempre presente, sin origen ni final. El tiempo es un tirano.

¿Y si se escribiera una novela donde nada cambia, donde todo permanece, donde no hay arco sino un círculo, o más bien un punto, tan pequeño que no hay modo ni siquiera de dar vuelta en él?

¿O una novela donde nada terminara? El castillo nunca acaba, permanece sostenida en el eterno retorno, en el infinito. Pero el infinito es el nombre innombrable, inabarcable, del tiempo.

Y sin embargo, tiempo, si bien no lo han domado, lo han alterado a gusto con la descripción minuciosa de una luz, con el merodeo del monólogo interior, con el vagabundeo circular del recuerdo y de la simetría. ¿O esas son otras de sus formas, tiempo? ¿Detenerse y desviarse son también sus leales servidores?

He descubierto, entonces, tiempo, que incluso cuando sus servidores —la pausa, el desvío, las estaciones, las horas, la calidad de la luz, la muerte— se ausentan de una novela, incluso cuando el espacio se anula, incluso cuando apenas queda una voz con unas palabras, los mordiscos frugales de la consciencia, usted está: cuando una voz se hace sonido emprende sin retraso su marcha hacia la muerte.

Entonces habría que callar: callar como un trozo de madera. Una novela sin palabras, sin movimientos. En el silencio no existe el tiempo. ¿Pero no hay acaso tiempo en ese silencio colosal del universo? El tiempo es un tirano.

O quizás el tiempo sea accesorio porque una novela, a pesar de sus defectos, detiene su progreso imparable y sordo, es una antítesis del tiempo. O es, al menos, su empleado más desafiante y más insolente: es el único que lo revuelve como le viene en gana, que lo revuelca y lo repite, que lo reordena sin atender a sus arreglos arbitrarios.

Pero parece un cliché: la novela, una rebelde solitaria contra el tiempo. ¿No será, más bien, que la novela ha malinterpretado el tiempo?

Habría que desengañarse del modo en que el tiempo transcurre en las novelas, entonces. Habría que suponer, por ejemplo, a modo de prueba, que el tiempo no es una acumulación de sucesos con una desembocadura precisa y fina, calculada, sino un despojamiento, un robo, una pérdida, un muñeco de hojalata que a cada avance dubitativo extravía sus piezas hasta perder incluso su lengua y sus palabras y su ánimo para expresar su despojo.

Y entonces tendrá que contentarse con el eco.

CODA

Fue increíble la discusión, ocurrida la semana pasada, alrededor del nuevo libro de J. K. Rowling: fue increíble cómo miles de personas pudieron hablar y hablar a borbotones sobre un libro que, como apenas había salido un día antes, nadie había leído. Incluso dos escritores colombianos, Gloria Susana Esquivel y Humberto Ballesteros, terciaron en el debate, vapuleando de entrada a la escritora y a su novela con base —es muy probable— en los rumores publicados en varios medios sobre la novela. Y si los escritores no encuentran importante leerse un libro antes de opinar sobre él, ¿entonces quién?

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hernando(26249)23 de septiembre de 2020 - 11:37 p. m.
El Inmortal d Borges y el ultimo tomo del Tiempo Perdido d Proust tocan con maestría la esencia del tema. Extraño no citarlos en esta columna. La esencia: no existe el tiempo sino la (escasa) conciencia d él. Repetir la tarea, columnista
Milkas(57666)23 de septiembre de 2020 - 06:49 a. m.
J.D. Tantas vueltas para descubrir que el agua moja. Así lo hace el tiempo. Quieres parecer muy docto y la verdad, toda las veces que he leído tu columna me parece que terminas haciendo el ridículo.
  • Bancho(36704)23 de septiembre de 2020 - 01:03 p. m.
    Milkas. ¿En serio? El ridículo lo haces tú... Esteban Carlos Mejía
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